Trilogía involuntaria de Levrero
4.30.2009El primero en Perú en comentar en un medio masivo -su leído blog Puente Aéreo- la obra de Mario Levrero fue Gustavo Faverón. Era octubre de 2005. Luego le seguirían aquellos que decían haberlos leído antes, pero esas frases están bajo sospecha. Faverón inició una fiebre levreresca en el Perú que coincidió con la celebridad que Levrero estaba tomando, luego de su muerte, en Argentina y luego en España. He leído muchos libros del uruguayo desde entonces pero ninguno me ha despertado el entusiasmo de Gustavo, sin desmerecer momentos notables. Ante mis dudas, Gustavo siempre reclama: "es que no has leído la trilogía involuntaria. Eso es lo que tienes que leer". La llamada Trilogía Involuntaria está compuesta por tres novelas: La ciudad, El lugar y París. Era casi inhallable en el Perú, y en otras partes del mundo, pero seguro eso se corregirá pronto porque De Bolsillo ha publicado las tres novelas breves. En Radar Libros hacen una reseña sobre la esperada reaparición:
Con Lewis Carroll y Franz Kafka como confesos puntos de partida para su literatura, su trilogía involuntaria resulta apasionante, porque sus narraciones funcionan como una máquina de sentido a la que, una vez que se enciende, es imposible detener. Como un río que fluye, la irresistible lectura de la fascinante La ciudad como la perfecta —así la definía su autor— primera parte de El lugar, recuerdan la lógica de Alicia cuando cae en el pozo persiguiendo al conejo, o la de los protagonistas de las obras de Kafka, atrapados en el laberinto de una realidad destilada, y al mismo tiempo más compleja. Prisioneros dentro de sí mismos, de sus temores, obsesiones y deseos, esa primera persona que narra la trilogía se abre un poco a juguetear con el mundo que la rodea en París, donde el folletín y lo inverosímil adquieren otra realidad, y otras lógicas se intersectan contra ese insecto que es la mente, al que se tolera —a la manera de Spinetta— porque narra. Hipnóticas y casi psicodélicas, pero sin proveer ninguna posibilidad de escape sino más bien como trampas perfectas, sus tres novelas iniciáticas anticipan lo que luego Levrero haría al final del arco de su obra, con la mencionada El discurso vacío o la tan celebrada La novela luminosa, donde cada vez más esa primera persona es la del autor, y ese mundo ante el que reacciona no necesita inventarse, ni resumirse en modelos pseudo oníricos, sino que es la realidad que acecha ahí afuera. Tanto cuando se lo calificaba de raro como cuando se lo situaba dentro de la ciencia ficción local (cuyas publicaciones albergaban sus obras), Levrero solía desmarcarse de manera contundente, calificando a su trabajo como realista. Pero más que nada por liberarse de cualquier preconcepto, jugando a situarse en el polo opuesto al que le otorgaba su interlocutor. Vaya uno a saber, entonces, lo que opinaría de una reciente presentación de alguno de sus libros póstumos, en la que brillaron por su ausencia insistentes divulgadores como Elvio E. Gandolfo o Marcial Souto. Ante una escasa concurrencia, los presentadores celebraron la supuesta vanguardia de su elección, señalando que si estuviesen hablando de Bolaño el lugar seguramente estaría más lleno. Pero, aun siendo un autor de culto, la realidad marca que Levrero siempre escribió de cara a sus lectores, publicando sus obras en revistas —como El Péndulo— que se vendían en los quioscos, y diciendo presente con sus libros en cada colección interesante que supo asomar en el mercado local durante la década del ‘80. Por eso es que, antes de revolverse satisfechos en su gusto exquisito, aquellos azarosos representantes de la academia —que a veces parece celebrarse sólo a sí misma— deberían haberse disculpado por llegar tarde, como siempre. Y, entonces sí, hacerse humildemente a un lado y permitir que la cada vez más reeditada obra de Levrero (¿cuándo le llegará el turno a un libro inclasificable y fascinante como Caza de conejos?) salga en busca de nuevos lectores.