MOLESKINE ® LITERARIO

Notas al vuelo en cuaderno Moleskine® .

Styron reseñado

12.01.2009
Carátula del libro. Fuente: la otra orilla

Dice bien Rodrigo Fresán: "ataúdes se cierran para que se abran los cajones". La muerte de William Styron nos ha devuelto a este enorme escritor norteamericano. Pero no solo en la relectura de sus libros emblemáticos, sino también los inéditos que empiezan a ver la luz. Se abren los cajones, pues. Fresán reseña en el ABCD las Letras la novela El viaje suicida traducido por La Otra Orilla (antes Norma o Belacqua). Dice la reseña:

Mayor interés tiene El viaje suicida -subtitulado Cinco historias del cuerpo de Marines- donde Styron vuelve al territorio de La larga marcha (novela corta de 1952) y a, en su propio decir, «la catastrófica propensión de los humanos a dominarse los unos a los otros». Abarcando cuatro décadas, marchan disciplinados relatos y capítulos sueltos de su frustrada The Way of the Warrior, que deja de lado para escribir La decisión de Sophie y retoma, en vano, varias veces. Textos en los que Styron aspiraba a plasmar el ambiguo ánimo de quien sostenía que «a pesar de mi aversión por todo lo militar, hay algunos aspectos de la vida castrense que me parecen tolerables, incluso fascinantes, si bien inferiores al ajedrez y a Scarlatti», sin que esto contradijera el saberse «un tipo poco agresivo, civil hasta la médula» y para el que «la simple idea de la vida militar pone en marcha en mi cerebro una lúgubre música: sin pífanos, sin gaitas, sin aguerridos toques de trompetas, sino un canto fúnebre gris y lento de tambores apagados». El lector de El viaje suicida -destacan con claridad y brillo «Marriot, el marine» y «La casa de mi padre»- no encontrará el misticismo beligerante o el machismo uniformado de Norman Mailer, James Jones, Irwin Shaw y Papá Hemingway. Tampoco la ironía demencial de Joseph Heller o Kurt Vonnegut o el aire dandi del volador James Salter. Styron -quien, a diferencia de todos los anteriores, entrenó duro y ascendió hasta teniente, pero no llegó a entrar en combate- opta por concentrarse en los alrededores de la lucha. Su batalla como escritor se libra en la incertidumbre de los cuarteles de ida o en las tristes certezas de la vuelta al hogar más que en el eufórico espanto del frente de «la buena guerra, es decir la segunda guerra para terminar con todas las guerras». No le interesan demasiado los gritos del enemigo, pero sí las reflexiones susurradas por hermanos de armas cuando piensan que nadie los escucha. Por suerte para nosotros, allí estuvo William Styron. Y aquí nos las cuenta.

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La visible oscuridad de Styron

5.15.2009
Carátula de edición inglesa. Fuente: hopeseek

Un autor por conocer: William Styron. Cuando la muerte lo cogió, no por sorpresa, Styron era un nombre que muchos podían reconocer pero pocos podrían afirmar haberlo leído. No era un top ten, definitivamente. Sin embargo, su calidad exigía más atención. Las editoriales lo han comprendido así -quiero creer- y han empezado a publicar libros suyos inhallables. Uno de ellos, que llega por Norma y Belacqua, es Esa visible oscuridad. Una historia íntima y autobiográfica sobre la depresión, el agujero. Rodrigo Fresán, enorme lector de Styron, dice en Letras Libres:

Esa visible oscuridad: memoria de la locura –casi inconseguible en nuestro idioma desde hace años, pieza que comenzó como artículo para el mensuario Vanity Fair en diciembre de 1989 y posteriormente fue expandido hasta convertirse en bestseller y manual de consulta galardonado con el National Magazine Award– es, de acuerdo, la memoir de una temporada en el infierno de la depresión. La casi inexpresable crónica del “verano de mi decadencia” narrado desde la oscura noche del “momento de la revelación” en París cuando todo comienza a derrumbarse hasta el día de febrero en la isla de Martha’s Vineyard en que “supe que había emergido a la luz”. Entre un extremo y otro Styron procura averiguar no sólo cómo se metió en ese pozo sino acaso lo más importante: cómo y cuándo y para qué lo cavó. (...) Styron se pensaba como un escritor enrolado no en un determinado territorio sino en un Gran Tema: el eterno combate entre el Bien frente al Mal. Toda su obra se componía, en buena parte, de variaciones sobre este asunto que, en su caso, no buscaba la Gran Novela Americana sino el hallazgo de la Gran Novela a Secas creciendo, según sus propias palabras, sobre “la catastrófica propensión de los humanos a dominarse los unos a los otros”. Cabe pensar también que la desagradable sorpresa de haber sido finalmente alcanzado por aquello que tantas veces imaginó para otros es lo que dota a Esa visible oscuridad de una prosa casi clínica, sin adornos. No se encontrarán aquí las líricas epifanías como destellos en las tinieblas de los depresivos Diarios de John Cheever o los humores negros de Kurt Vonnegut tragando somníferos con resultados más bien risibles. Y mucho menos se contemplarán aquí los malabarismos formales presentes en las patologías vanguardistas de jóvenes deprimidos como Rick Moody en El velo negro o David Foster Wallace en la apenas codificada autobiografía de sus ficciones. Tampoco hay aquí ningún coqueteo con el solipsismo zen de Holden Caulfield o Seymour Glass. Styron parece mucho más cerca de las secas palabras casi finales de Hemingway (“Ya no me sale”) que de todo gesto artístico. Aquí, a Styron sólo le interesa informarnos –con las palabras justas– de cómo fue que entró y salió y sobrevivió para contarlo. “Mi cerebro, esclavo de sus descontroladas hormonas, había llegado a ser menos un órgano de pensamiento que un instrumento para el registro, minuto a minuto, de los distintos grados de su propio sufrimiento”. Éste es un libro muy triste con un final apenas feliz. Por más que la biografía ya citada de West cerrara con una breve nota donde se nos informaba que “Styron continúa dando sus paseos diarios con paso firme y, a los 72 años, sigue siendo innovador y productivo”, el escritor ya no publicó nada más que artículos sueltos, algún cuento, ninguna gran novela. En la última página, Styron evoca a Dante y casi se disculpa a la vez que insinúa un ya no me pidan más de lo que he dado, que lo que ahora quiere es descansar en paz bajo las estrellas: “Para aquellos que han vivido en la selva oscura de la depresión, y conocen su inexplicable agonía, su regreso del abismo no es diferente del ascenso del poeta, recorriendo más y más arriba, el camino de salida de las negras profundidades del infierno para finalmente emerger a lo que él llama ‘el brillante mundo’. Allí, quien haya recobrado la salud, ha recobrado casi siempre el don de la serenidad y la alegría, y tal vez ésta sea recompensa suficiente por haber soportado la desesperación más allá de la desesperación” Sea.

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Oates no se agota

3.18.2009
Joyce Carol Oates. Fuente: NYT magazine

"Oates no sabe lo que es el miedo a la página en blanco y, de tenerlo, lo vence enseguida llenándola de letras negras" dice Rodrigo Fresán al iniciar su reseña de La hija del sepulturero (Alfaguara), la última novela traducida al castellano (pero sin duda no escrita) de Joyce Carol Oates. La fertilidad literaria de Oates, con más de cien libros publicados y un ritmo de por lo menos dos ediciones al año desde 1963, es una superstición del Hollywood Literario. Todos hablan de ellas, espantados, y para muchos ésa es la principal razón por la que los premios Nobel nunca toman tan en serio la seria candidatura de esta narradora al Nóbel. Ante tan fecunda actividad, la pregunta no debería ser si todos los libros son extraordinarios. Solo habría que preguntarnos qué tan extraordinarios son sus libros extraordinarios. Fresán dice sobre La hija del sepulturero:

(...) alguien que tan sólo se haya dedicado a sus títulos más recientes (mi caso) descubrirá, casi enseguida, un patrón interesante y algo patológico. Oates –tal vez cansada de no ser valorada por lo que es o con tiempo y fuerza suficiente para ser muchos y hacer mucho– ha publicado una serie de novelas que, consciente o inconscientemente, parecen creadas, en principio, a la manera de y utilizando temas y paisajes de otros escritores. De este modo, podría entenderse a Blonde (2000) como su Novela DeLillo, Middle Age (2001) como su Novela John Updike, Beasts (2002) como su Novela Patrick McGrath, The Tattooed Girl (2003) como su Novela Philip Roth no en vano dedicada a Philip Roth, Rape (también del 2003) como su Novela Richard Price, Niágara (2004) como su Novela John O’Hara, Missing Mom (2005) como su Novela Anne Tyler y Black Girl / White Girl (2006) como su Novela Mary McCarthy. La hija del sepulturero (2007) podría ser considerada su Novela William Styron. Y –a no confundirse– como todas las anteriores es, también y antes que nada, una Novela Joyce Carol Oates marcada a fuego y a hielo por lo que acaso sean sus rasgos más reconocibles: una cierta compulsión gótica-guiñol, un culto al novelón sensacionalista del siglo XIX, una fiebre mórbida y desesperada, un viento que no cesa y una necesidad de crear hembras más fatalistas que fatales convirtiéndola en una especie de descendiente mutante de las hermanas Brontë o en pariente bizarro de ese otro idiota savant de sus letras nacionales: Theodore Dreiser. Dije antes que La hija del sepulturero es una Novela William Styron porque –si a algo recuerda– es a La decisión de Sophie y al modo en que se las arregla para contar, casi lateralmente, los efectos del Holocausto. Así, Rebecca Schwart –nacida en 1936, a bordo un barco de refugiados alemanes atracando en New York– es, como la Sophie Zawitowska de Styron, una heroína trágica y una sobreviviente profesional. Pero mientras Sophie tiene un secreto, Rebecca tiene muchos y por eso le pasan muchas cosas. Pasen y vean: un padre maltratador, un asesino serial, muertes más o menos accidentales, sexo apasionado, cambio de personalidad, un prodigio musical, revelaciones inesperadas y redenciones finales, etcétera. Es entonces –alcanzada la última página, mucho después de que uno haya dejado de resistirse a la propensión al arquetipo y al cliché, al sentimentalismo y se rindiera a la tan poderosa como por momentos infantil imaginación de esta autora– cuando comprendemos que la Novela William Styron de Joyce Carol Oates se ha convertido en la Novela John Irving de Joyce Carol Oates sin dejar por eso de ser algo muy personal. Porque –como se revela en el reciente The Journals of Joyce Carol Oates 1973-1982– en La hija del sepulturero se percibe un cuidado y un cariño ausente en muchas de sus tan veloces como apresuradas novelas. Oates meditó largamente antes de sentarse a escribir este material cercano y sensible que ficcionaliza la vida de su propia abuela. De acuerdo, aquí están la saga de gran aliento, la voluntad mítica, la adicción a firmar otra Gran Novela Americana sin por eso perder de vista las maniobras más astutas del best-seller pero –aun en sus grotescos excesos folletinescos– también algo valioso y muy intenso. Uno sale de La hija del sepulturero como de uno de esos dorados melodramas estelarizados por Bette Davis. No es fácil, no es poco: recientemente, escritores con un perfil acaso más prestigioso que el de Oates (Shirley Hazzard con El gran incendio y Russell Banks con La reserva) fracasaron en el intento.

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Fresán sobre Styron

5.19.2008
William Styron. Fuente: thetimes

En el suplemento ABCD las letras, Rodrigo Fresán comenta un auténtico clásico de la literatura norteamericana: Las confesiones de Nat Turner, publicada originalmente en 1967. El libro ha sido traducido y publicado en España por la editorial La Otra Orilla. Como recordarán, Styron murió a finales del año 2006 y su magnífica obra aun está pendiente de conocer mejor en América Latina.
Lo que aquí cuenta -y recuenta Styron- es la historia de una sangrienta revuelta de esclavos donde murieron 57 blancos en Virginia, 1831, y lo hace valiéndose de la singular primera persona del alucinado y alucinante Nat Turner confesándole su vida y sus muertes al abogado blanco Thomas Gray. Los elementos e influencias utilizados y admitidos por Styron fueron debidamente consignados por su biógrafo James L. W. West III en William Styron: A Life (1998): El extranjero de Albert Camus, Citizen Kane de Orson Welles, Memorias de Adriano de Marguerite Yourcenar, la gestualidad y ritmos y modismos de su gran amigo el escritor negro James Baldwin y -por último- las 7.000 palabras de un panfleto de la época (firmado por Gray) considerado impreciso y hasta ficticio por los historiadores. La complicada génesis y el polémico alumbramiento de todo el asunto fueron ampliamente consignados por Styron en ensayos incluidos en This Quiet Dust (1982), en el recién aparecido volumen póstumo Havanas in Camelot (donde el presidente Kennedy se muestra muy interesado por el proyecto cuando Styron se lo comenta en una recepción en la Casa Blanca), y en un largo prólogo conmemorativo que, afortunadamente, incluye esta nueva encarnación de Las confesiones de Nat Turner, editada por primera vez en España en 1971. Y es que entonces Styron sabía que se lo estaba jugando todo: ya no era la joven y precoz promesa de Tendidos en la oscuridad (1951) y La larga marcha (1952), y la magnífica Esta casa en llamas (1960) había sido considerada un exitoso fracaso. Así, Las confesiones de Nat Turner fue alabada por gran parte de la crítica, ganó el Pulitzer de 1968 y defenestrada -a pesar de las defensas de Ralph Ellison y Baldwin- por un grupo de jóvenes escritores negros quienes, en el volumen colectivo William Styron´s Nat Turner: Ten Black Writers Respond, acusaron al autor de señorito sureño y racista excitándose con las fantasías de un semental de color violando a pálidas damiselas. Los blancos retrógrados, por su parte, lo condenaron por convertir a un esclavo asesino en gran personaje. Styron se limitó a responder que para él «la esclavitud constituía algo que había aniquilado a negros y blancos, a toda un sociedad».

Por cierto, la anécdota del corrector de estilo es genial:
la primera tirada se imprimió con 40 erratas graves. Interrogado -casi entre lágrimas, pero desafiante- el especialista se justificó: «Me dejé llevar por la narración y me distraje. No pude evitarlo». Ese tipo de libro es Las confesiones de Nat Turner.

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James Salter

5.21.2007
James Salter. Foto: John Foley. Fuente: El País.

En el Perú aún debemos descubrir -con carácter de urgencia- a James Salter. Así me lo dice la tremenda calidad de su obra, y así me lo grita también Guillermo Niño de Guzmán cada vez que hablamos de libros. En Lima, por cierto, he encontrado a precios de saldo algunas de las primeras traducciones al castellano de Salter en “Crisol”. Para que se animen, Rodrigo Fresán nos introduce en Radar Libros al universo de una novela recientemente traducida por Salamandra: La última noche.

Para ver la contratapa de La última noche, pulse aquí.
Fresán considera a James Salter el “eslabón perdido” entre la Generación perdida de Ernest Hemingway y el “realismo sucio” de Raymond Carver. Y califica a Salter, junto con Norman Mailer y el finado Bill Styron, como “el último exponente de un “modelo” de escritor made in USA vitalista, bon-vivant, curtido por la experiencia, pero sin perder nunca la elegancia”

Según la reseña, Salter está dispuesto a escribir su última novela, aunque asegura: “Mi piano todavía suena afinado y me gustaría hacer sonar una última nota. Ya saben, los escritores nunca se retiran. El único modo de detenerlos es arrastrarlos afuera y pegarles un tiro”

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