Despluman a Woody Allen
Woody Allen ya no es el mismo, aunque nos duela confesrarlo, aunque tratemos de sumarle puntos tramposos a sus películas, aunque le perdonemos que haya cambiado a musas más evanescentes por la terrenal Scarlette Johanson. Y a Nueva York por París, Londres o Barcelona, hay que decirlo, ciudades hermosas que en sus cintas parecen fotografiadas como el resultado de una capitulación o la versión alternativa de un perfume caro. Mi última esperanza es que sus cuentos de Pura Anarquía (Tusquets) sean tan buenos como los de Cómo acabar de una vez por todas con la cultura o Sin Plumas. Pero Rodrigo Fresán, en el suplemento Radar, acaba de exterminar esa esperanza. Ahora Woody Allen es realmente una criatura sin plumas.
Dice Fresán: "(...) lo que ocurre es que los comediantes tienen fecha de vencimiento. Lo que fue gracioso a principios del siglo XX casi seguramente no lo será a principios del XXI. El caso de Woody Allen es todavía más grave porque –a pesar de venir de la nutrida tradición stand-up judía– lo suyo empieza y termina en sí mismo, en su figura y genio. Y su material funciona mejor durante cierta edad y en determinadas coordenadas socioculturales para un público que necesita identificarse con sus dilemas y su, sí, humor que alguna vez produjo la más que convincente ilusión de estar dotado de una universalidad casi shakespeareana. Así, en algún momento de toda vida, todos fuimos o quisimos ser Woody Allen. Pero me temo que no es un deseo que dure para siempre. Los intentos del mismo Allen por woodyzarse en alter egos más jóvenes pero igual de tartamudos –ya sean John Cusack o Kenneth Branagh o Will Ferrell o Jason Biggs– consiguieron resultados más bien pobres. Lo que hace pensar que Woody Allen –producto perfecto y antiheroico, culto divertido, psicoanalizado y neurótico, tipo lejos de ser un galán de cine pero que aún así conquistaba a mujeres deseables en la vida real– cumplió a la perfección hasta que alcanzó la perfección. Y, se sabe, una vez que se alcanza la perfección no es sencillo mantenerla y sólo queda iniciar el más o menos lento, más o menos pronunciado, camino de bajada. Woody Allen se encuentra allí ahora, y nadie puede culparlo de ello. Sí se puede, en cambio, precisar que, rumbo al inevitable crepúsculo, Woody Allen ha elegido la estrategia más fácil y acaso la menos elegante: la repetición de un modelo (pensar en la respetable Match-Point como en una relectura “para jóvenes” de la mucho más profunda y lograda Crímenes y pecados o en la insufrible tontería de Scoop como en un torpe calco de aquella agradable Misterioso asesinato en Manhattan) y la pereza de quien sabe que puede confiar en la marca registrada en la que se ha convertido
(...) los breves bosquejos que componen Pura anarquía –engañosamente anunciado como el primero que escribe en más de un cuarto de siglo cuando en realidad se trata de dieciocho piezas sueltas aparecidas a lo largo de los años en las páginas de The New Yorker donde, seguro, se asimilan mucho mejor en dosis homeopáticas ubicadas entre un relato de John Updike y una crítica de cine de Anthony Lane– apelan una y otra vez a un mismo mecanismo. Una repetida coreografía proyectada sobre diferentes paisajes que pueden tener que ver con la New Age, la industria del cine y la estupidez de Hollywood, las intrigas gastronómicas o la fe como corporación. A saber: el narrador se encuentra con alguien (generalmente con un apellido como Popkin o Pincus o Peplum o Pepkin o Pinchuk), este alguien le ofrece un trabajo, el trabajo se lleva a cabo con pésimos resultados y el narrador se despide del lector con alguna frase más insensata que divertida. ".
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