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Más sobre Invisible

Paul Auster y Enrique Vila Matas, quien al parecer tiene una breve aparición en la nueva novela de Auster. © Beowulf Sheehan/PEN American Center for non-profit editorial use only

Gustavo Faverón en su blog "Puente Aéreo", en un post escrito desde su exilio tropical, anuncia que pronto la traducción al castellano de la nueva novela de Paul Auster Invisible estará en venta. En realidad, ya está en venta desde hace semanas en España y Argentina y me parece que esta semana llega a Lima. A ver si es cierto lo que me dicen los de Océano. En fin, la novela de Auster realmente es un milagro. Salvo alguna voz disidente, como la de James Wood en New Yorker, los demás caen rendidos a sus pies. Dice Faverón por ejemplo:

Durante el último par de años, me acostumbré a recomendar las novelas del holandés Harry Mulisch con una frase que, me pareció, la mayoría de los lectores hispanohablantes comprendería de inmediato: Mulisch es todo aquello que Paul Auster intenta ser. Esto a pesar de que Auster es uno de mis novelistas americanos preferidos. Pues bien, luego de leer Invisible (que según entiendo no tardará en aparecer en traducción al español) debo corregir la ruta: Auster es hoy el autor que siempre ha tratado de ser, y su novela más reciente es quizás la mejor de su carrera. [...] Invisible (de la que espero escribir con más tiempo tan pronto como regrese de Puerto Rico) es, para comenzar, estructuralmente brillante: empieza con un relato en primera persona, recapitulación de una experiencia tangible y, aunque enigmática, muy presente, muy palpable, real. Pero luego, a medida en que la historia se va enrareciendo y extrañando, las voces narrativas se vuelven más y más oblicuas, mediadas, indirectas: el protagonista pasa a recontar su propia anécdota en segunda persona, y luego en tercera, enajenándose de sí mismo, alienando su punto de vista, extraviando la introspección para observarse como un otro; y luego se diluye, abandona su propio escenario, y el relato debe ser recogido por otros narradores que intentan suplir el vacío con referencias lejanas y alusiones de segunda mano. Ese procedimiento es cervantino y borgeano, como suele ocurrir en los libros de Auster por obra de esa tendencia suya a la identificación con fuentes hispanas (Vila-Matas es aludido en algún momento en Invisible). Pero no puedo recordar otra novela del neoyorquino en la que se haya apropiado del mecanismo de manera tan personal. En Invisible, Auster ensaya una serie de variantes que no se limitan a comprometer o poner en duda la frontera entre la certeza de lo real y la duda de lo imaginario, la realidad y la ficción, la vigilia y el sueño, la seguridad de la Verdad y el relativismo de las verdades extraviadas; más allá de eso, el enrarecimiento de las voces narrativas y los puntos de vista le sirve para abrir una serie de agujeros en el tejido emotivo de la historia, agujeros que son el centro mismo (agujeros negros) de la novela toda: los diversos relatos se levantan y se hilvanan unos con otros a la vez que se ponen en duda unos a otros, de modo que el lector empieza a descubrir que es en las contradicciones y en las imperfecciones, en los vacíos y las grietas donde habitan las ideas cruciales de la historia. Esas ideas tienen una sola cosa en común, el rasgo anunciado en el título: su invisibilidad, su acuciante y angustiante intangibilidad, su naturaleza huidiza, inasible, inefable, es decir, la hiriente posibilidad de su inexistencia: la novela de Auster, pese a la vivacidad de su anécdota y las vueltas en u de su trama cuasi policial, es un texto acerca de las infinitas formas de la ausencia: la carencia, la depresión, la soledad; la nostalgia y también la melancolía; la enfermedad de no tener, la tristeza del ser incompleto. También es el libro en el que más notoria y notablemente Auster se ha aproximado de manera creativa a las ideas del Wittgenstein del Tractatus, al Wittgenstein de la imposible frase final del Tractatus: esta es una novela que respeta escrupulosamente la noción de no hablar intelectualmente sobre aquello de lo que no se puede hablar con certeza; pero al tejer y retejer obsesivamente en todos los bordes de esa frontera, Invisible nos deja intuir con asombro una de las formas que ese límite puede asumir.


Por otra parte, Mercedes Monmany, en ABCD los libros, también alaba la justicia poética de este logro -al parecer, indiscutible- de Paul Auster y da más detalles sobre la trama:

Paul Auster lo ha hecho en una de sus más inquietantes y provocadoras novelas. Su objetivo en estas brillantes y desasosegadoras páginas, que ha titulado Invisible -y en las que hacen su aparición escritores de nuestros días como Vila-Matas-, es representar la eterna lucha, muchas veces desproporcionada de medios, entre el Bien y el Mal. O, si se prefiere, entre humanidad/compasión y violencia/fiebre militarista, acompañada ésta de «samuráis enloquecidos» dispuestos a tronchar cabezas y pasearse triunfalmente entre los charcos sanguinolentos de los múltiples campos de batalla que cualquier época deja tras de sí. La novela comienza con la presencia de un Mal siempre reencarnado. Dante le dedicaría a un siniestro y notable poeta provenzal del siglo XII, Bertran de Born, los últimos versos del canto XXVIII del Infierno. De Born aparecía llevando su propia cabeza cogida por los pelos, mientras la hacía oscilar de un lado a otro como un farol. Un tormento al que Dante lo había sometido por haber aconsejado al príncipe Enrique que se rebelara contra su padre, Enrique II. Pero no lo condenó por lo que la moral actual lo hubiera condenado. Es decir, lo intolerable y nauseabundo para cualquier persona de nuestros días es que el excelente pero perturbador poeta De Born fuera un enamorado de la guerra. No simplemente un defensor de «guerras necesarias» y pragmáticas, sino un cantor entusiasta que había encontrado en la batalla, como se nos dice en la novela, «su verdadero tema, lo único que parecía interesarle con genuina pasión». Algo que le colmaba de felicidad y le producía auténtico deleite, tal y como narraba en sus versos. Destrucción, pánico, murallas que ceden, cadáveres por doquier, encontraban, ante una falta de «justicia poética» moderna que les hiciera frente, toda legitimidad y admiración. Pero nada muere, todo se reencarna, nos viene a decir Auster. El deleite y la seducción del Mal revive en la figura de torturadores, espías dobles, policías secretas y jueces plegados al poder, o bien tiranos coloniales de islas del Caribe con esclavos que pican piedra, todos los cuales van apareciendo y dejando huellas difusas, oscuras e inverificables, a lo largo de esta novela. Una obra en la que diversas filigranas del «Reino del Acaso» y memorias escritas y planeadas a varias bandas se suceden en la forma de infinitas cajas chinas que no dejan de ensamblarse aquí y allá, como Auster nos tiene acostumbrados. También algo pareció resucitar en 1967. Aquel De Born atávico y sanguinario sería traído de nuevo a la conversación en medio de un party universitario en Nueva York. El joven y atractivo poeta judío Adam Walker, buen conocedor de la literatura francesa, se encuentra con otra persona que se apellida así; en este caso, Rudolf Born, profesor de Ciencia Política venido de Francia. Juntos recuerdan a su tétrico ancestro. Dandi ingenioso y excéntrico, el actual Born esconde algo turbio, desagradable, repulsivo, lo cual no anula sus otras cualidades: esa mezcla de encanto, inteligencia y sentido del humor con la que muy probablemente, como sospecha Walker, acaba consiguiendo todo lo que se propone. Y, efectivamente, así será. El diablo moderno, refinado y perverso que es Born seduce a su víctima -un antimilitarista que se resiste a ir a Vietnam- engatusándolo y atrayéndolo con lo que más le puede cautivar: dirigir una exigente revista literaria financiada por él mismo. A partir de entonces, una tupida tela de araña no dejará escapar a la presa indefensa en la que el joven poeta se ha convertido.

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