Barthes por Christopher Domínguez Michael
Diario de duelo, el libro de notas de Roland Barthes redactadas durante la muerte de su madre, le permite al crítico mexicano Christopher Domínguez Michael hacer un repaso personal, para Letras Libres, sobre lo que le gusta y no le gusta de Barthes, además de la reseña del libro. les dejo unos párrafos que podrían resumir cada uno de los tres ítems:
Lo que le gusta:
"Me gusta el paladín de la lectura y de sus placeres minuciosos. Barthes, en el fondo (lo dice Antoine Compagnon), hablando de “escritura” dio la batalla por el estilo y en ese sentido nadie menos actual que él. Pero hay otra cosa que me gusta, relacionada con mi propia biografía, en la que está casi ausente la vida como alumno en un salón de clases. Leyendo, sobre todo, las magníficas ediciones de los tres seminarios de 1976-1980 que Barthes dejó inéditos (Cómo vivir juntos, Lo neutro, La preparación de la novela) me admira la devoción con que preparaba sus conferencias, la función amorosa del preceptor, el conocimiento de la retórica de los antiguos, la construcción minuciosa de una verdadera lección magistral en cada clase. La mitología que él mismo divulgó del seminario como falansterio es efectiva, y uno colocaría, ese sitio, en el mapa imaginario del siglo pasado, de la misma manera en que Barthes soñaba con una mesa donde habrían coincidido Mallarmé, Freud y Marx. [...] En Fragmentos de un discurso amoroso (1977) o en Incidentes (1987), su memoria póstuma, y de manera clarísima en los seminarios publicados en esta década, Barthes construye otra imagen, más fascinante aún que la del profeta de lo nuevo: la del responsable funcionario que, feliz en el cumplimiento de su deber, desteje de noche a la vanguardia que tejió de día y se refugia, voluptuoso, en las Memorias de ultratumba. Hace veintiséis años, apenas muerto, un partidario de Barthes, Jonathan Culler, perdió la paciencia y en su monografía (Roland Barthes, 1983) no ocultaba su decepción ante el radical que se volvió respetable, el autor nada muerto y bien vivo que termina encarnando los valores literarios que se supone había negado: el amor por la lengua francesa y la tirria contra quienes la corrompen en la radio y en la televisión, el cultivo de la frase redonda y la transgresión de la transgresión, el sentimentalismo, etcétera [...] Susan Sontag, al escribir su elogio fúnebre, dijo lo esencial: lector de Gide (siempre joven, siempre maduro) y, sobre todo, lector del Diario gideano, Barthes fue un esteta, uno de los estetas más completos (eso lo agrego yo) en la historia de la literatura.6 Más esteta de lo que pudo ser Gide, atemorizado por su conciencia protestante (moralismo o inmoralismo, he allí el dilema) a un grado que Barthes (de origen protestante también) jamás conoció ni le interesó conocer: para eso había estado Sartre. Pongo un ejemplo de suma hazaña de esteta: El imperio de los signos (1970), su libro sobre el Japón. Más allá de lo mucho o poco que haya de realidad en la interpretación, importa el arrebato consecuente del esteta que hace de su ignorancia total de la lengua japonesa una fuente de verdad novelesca y configura una realidad aparte, autosuficiente, legible, una obra maestra del exotismo como nadie la escribió en los años de la decadencia finisecular decimonónica."
Lo que no le gusta
"Quizá pueda explicarme con Sade, Fourier, Loyola (1971), donde están algunas de las mejores páginas que se han escrito sobre el marqués pero donde impera la falla moral del esteta que lastima, a mis puritanos ojos, su herencia. Las vistosas piruetas de esteta logradas por Barthes para no dar una sola opinión ética sobre el mundo sadiano contrastan con el esfuerzo abismal que ante esa misma obra hicieron, por ejemplo, Albert Camus y Octavio Paz. Barthes, en ese equívoco sentido, fue el mejor discípulo del Nietzsche más relativista, aquel que nos ofreció el regalo envenenado de la interpretación permanente. En algunos sentidos, prefiero la algarabía un tanto pomposa (a fuer de sincera) y cursi con que Barthes celebra la escritura a la frígida insolencia de Bataille y Blanchot. Pero voto por Bataille (y hasta por Simone de Beauvoir) ante Sade: tolero poco que se hable de él sin descubrirse ante el problema del Mal. Esa insolente frialdad de esteta, esa pedantería suprema, queda clara, también, en el viaje a China de la primavera de 1974, en el que Barthes acompaña a la plana mayor de Tel Quel a una excursión celebratoria en uno de los momentos más terribles de la Revolución Cultural. Apolítico de corazón y, sobre todo, buen amigo, Barthes se niega a decir gran cosa de un país que le ha parecido nauseabundo y sale bien librado, gracias a la oportunidad de la omisión, del patético chasco del maoísmo francés. Decepciona a los periodistas y al proletariado intelectual, quienes esperan de él una segunda parte de El imperio de los signos, alguna explicación semiótica del reino del Gran Timonel, ignorante de que es poco factible que quien ama Japón ame a China. Pero años después, en una nota de Lo neutro, explica Barthes, despectivo como un Des Esseintes, que lo que el vio durante la Revolución Cultural, la campaña anticonfuciana, se explicaba gracias a la vieja oposición binaria que separa la fijeza del movimiento, a Platón de Aristóteles, a Confucio de Lao Tse. Lo demás, miles y miles de muertos y la destrucción de la intelectualidad china, ¿por qué habría de importarle al gran mandarín venido de París?"
Diario de duelo
"En la vida de Barthes, su madre –Henriette Barthes– es una figura capital. Muerta el 25 de octubre de 1977, desencadenaba, según Barthes, una nueva madurez, una vita nuova que lo transformaría en otra cosa, en un novelista quizá. De hecho, Diario de duelo es un libro redundante: lo propiamente literario que Barthes tenía que decir de su madre está en La cámara lúcida (1980), su primer e involuntario libro póstumo, una encantadora e inteligente reflexión sobre la fotografía, un álbum de fotos escrito de manera vicaria una vez que Barthes, acompañado de su medio hermano Michel Salzedo (su otro S/Z), pasó por la ceremonia impía de revolver los papeles de su madre. Logró Barthes duplicar metafóricamente la muerte de la madre de Proust y convertir a Henriette en un buen personaje-fantasma. Sedimento de otra obra, el Diario de duelo queda implicado en los abusos de confianza propios del aforismo y su cauda de despropósitos mandatados por el estilo, que en Barthes, caray, siempre impera: pareciera que si nunca se permitió escribir mal una frase, ni en el más perezoso de sus proyectos de seminario, las fichas dedicadas tendrían que ser eficaces, bellas y sinceras. Creía Barthes en la sinceridad de la introspección y habría disfrutado de una memoria gemela a la suya, la de C.S. Lewis, sobre su amada muerta: Una pena en observación (1961). El Diario de duelo, finalmente, arroja mucha luz sobre la naturaleza autobiográfica de Fragmentos de un discurso amoroso y sobre toda la parafernalia despersonalizante de Roland Barthes por Roland Barthes: quien predicó la muerte del autor fue un escritor confesional en la línea de Montaigne, Rousseau, Amiel y Gide. Su época –de la que es autor y víctima– lo obligó a un sacrificio estético y escondió su yo sólo hasta que su madre murió: esa, y no la publicidad de su homosexualismo que le pedía su no amigo Foucault, fue su salida del clóset. Me encanta en Barthes su lado, quién lo dijera, Cyril Connolly, autor al que probablemente ignoraba o despreciaba: Roland Barthes por Roland Barthes, Fragmentos de un discurso amoroso, Diario de duelo, tantas páginas de los seminarios póstumos, se parecen más, mucho más, con todo y sus ínfulas teoréticas, a los libros del crítico inglés (Enemigos de la promesa, La tumba sin sosiego) que a las obras de Gérard Genette o de Deleuze o a las novelas de Sollers. A Barthes, como a Connolly, verdaderamente le importaban las condiciones materiales en que transcurre la vida del escritor, sus alimentos terrestres: qué come, qué lee, cómo ordena su escritorio y su biblioteca, cómo funciona la red de sus amigos, cómo vive la separación de los amantes y de qué manera llora la muerte de su madre."
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