El boricua Mairal
Pedro Mairal estuvo en Puerto Rico y, como le sucede a todos los escritores que hemos pasado úiltimamente por ahí (Ricardo Chávez Castañeda, Jorge Volpi y pronto Edmundo Paz Soldán), ha terminado rendido ante el embrujo del Caribe y de su embajadora literaria, Mayra Santos Febres. En Puerto Rico, Mairal leyó sus pornosonetos, dictó clases en la UPR en Río Piedras sobre la relación entre poesía y narrativa y cómo la plasticidad del lenguaje irrumpe en la prosa contemporánea, y se fue a rumbear (incluso le tocó asistir a una bomba, qué afortunado). Hoy, que me siento más alejado que nunca de Puerto Rico y de la rumba, e incluso de mi viejo maestro Maelo (pero pa´lante pa´lante como los elefantes, supongo), esta nota me ha llenado de nostalgia, como si fuera escrita desde la vida a alguien que está muerto. Pedro Mairal ha dejado sus impresiones en una columna en Perfil, pero el texto es más extenso y entrañable. Aquí adelanto algo de lo que será próximamente publicado:
Confieso que lo que más extraño de Puerto Rico son las charlas con Mayra en su auto, charlas de los dos mirando al frente, mirando las autopistas, las banquinas, los barrios, la gente. Charlas sobre los misterios de la literatura y las ramificaciones del amor, con notas al pie de subtemas que se nos metían en el entusiasmo por preguntarnos y contarnos muchas cosas. Charlas terapéuticas, sanadoras, mirando el mundo pasar hacia atrás a velocidad crucero.
Casi todos los autos a los que me subí durante la semana que pasé en San Juan eran una continuación de la casa, casi del cuerpo de sus conductores. Los boricuas llevan toda su vida en sus llamados carros: su oficio, su familia, su música, su amistad, hasta su gracia fluida, porque manejan bastante mejor que en los demás países latinos que conozco. En asientos y gavetas se acumulan las capas geológicas de su trajinar: ropa, libros, diarios, comida, juguetes, instrumentos musicales. Y esto quizá se deba a que el auto es esencial para moverse por San Juan, una ciudad que es, en sí misma, una suma de barrios algo separados para el caminante pero unidos por autopistas. De hecho, no podría decir si es una ciudad grande o pequeña, no se puede comparar por ejemplo con Buenos Aires donde hay una continuidad entre los barrios. San Juan es grande, pero a la vez, nada queda lejos en auto, todo es a menos de veinte minutos de distancia.
También la Universidad de Puerto Rico, donde di los talleres, estaba cerca, en el barrio de Río Piedras. En los jardines del campus, entre alumnos y estudiantes, se paseaba un pajarito negro llamado chango, atrevido, ladrón de panes, pícaro, intruso. Un chango me acompañó por los senderos como burlándose de mis nervios de recién llegado antes de encontrarme con los treinta y tres matriculados de mi curso, o quizá me estaba diciendo algo porque gracias a él se me ocurrió empezar la primera clase haciendo salir a todos por el campus para mirar lo que tenían delante de los ojos y describir los mínimos pliegues de la textura de lo visual. Lo mismo hicimos al día siguiente con los sonidos y los detalles del silencio. Fue con esos ejercicios de percepción periférica que los participantes me ayudaron a mirar y a escuchar la ciudad. Entre todos describieron cómo se siente estar vivo en San Juan, tranquilo, con algún perro ladrando allá lejos. Un sato, dijo alguien, y aprendí la palabra para llamar a un perro de raza mixta. Así, entre las lecturas de los textos, aparecieron más palabras nuevas para un extranjero como yo: janguear, hamper, wiper, joseo…
(...)
La bomba es un toque de tambores, la negritud a pleno. La encontramos en el patio de un bar a unas cuadras de la Plaza Colón. Ahí sonaban los tambores de barril. Son varios tambores bajos y constantes, y un tambor agudo, el subidor, que improvisa, juega en el ritmo, hace como que se va pero se queda, hace como que se queda pero se va, se calla, reaparece, se esconde, vuelve suave, explota de repente en mil redobles, incita la valentía de alguna bailarina que de pronto se presenta y dialoga con ese ritmo más agudo, revoleando su falda blanca. Verla a Mayra Santos-Febres bailar la bomba fue una buena manera de llegar al tramo más poderoso de mi viaje antes de irme.
Bailamos todos en semicírculo, mirando a cada bailarín que iba desafiando al subidor. A mí, tantos días de juerga me habían aflojado las articulaciones y sentía el esqueleto gomoso. Me decían: ¡Pero, Pedro, si tu eres negro! Así me sentía por lo menos, metido en Puerto Rico hasta la raíz. Y todo en una sola semana que tuvo la intensidad de un mes, por las muchas cosas que aprendí. ¿Qué sabía yo de Puerto Rico antes de partir? Casi nada. Que Ricky Martin era de ahí y también Jennifer López. Ahora sabía bastante más. Aunque no había tenido tiempo para conocer el barrio bajo de La Perla, ni pude consultar a un Babalao. La próxima será. Por ahora tengo la luz caribe brillando en mi memoria. Y la risa de todos los amigos que hice allá. Y las caras de mis alumnos. Por estos días ando perdido, como esos personajes náufragos de la serie Lost que, a pesar de haber sido rescatados y llevados a salvo al continente, siguen repitiendo enloquecidos: “Tengo que volver a la isla”.
Etiquetas: argentina, mairal, mayra santos, NOTICIA, puerto rico
Que hermosa descripcion de la Bomba puertoriqueña.
Hace un tiempo hice un post sobre ella
http://botella-al-mar.blogspot.com/2008/11/la-bomba-puertorriquea.html
3:26 p. m.
Me fascinó todo el escrito, resumiste
muy bien tu experiencia vivida, te aseguro que Puerto Rico es la Isla del Encanto. Me encanto el Taller, ojalá vuelvas pronto Pedro.
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