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Las cartas de Joseph Roth

Dibujo de Joseph Roth con copa de ajenjo. En la escritura anuncia que se siente ebrio pero lúcido. Fuente: el cultural

Cada día me gusta más Joseph Roth. No es un escritor al que llegué fácilmente, pese a que he leído desde temprano sus obras (y aunque la primera impresión fue la mejor, Hotel Savoy), sino al que me ha costado trabajo leer y entender. Su drama personal (el alcohol, la bohemia, la soledad, el exilio, la errancia de hotel en hotel) se imponía siempre sobre sus novelas. Pero no dejaba de leerlas con afán, sabiendo que detrás de todo eso se escondía una joya. Luego de Hotel Savoy, el otro clarinazo de alerta del genio me lo dio La leyenda del santo bebedor, suerte de carta de despedida y dramática reescritura de La muerte de Iván Ilich según me parece. Hace unos años, gracias a la editorial Acantilado, pude leer muchísimas de sus novelas y entonces sí la entrega fue absoluta: Roth es de los míos, es decir de aquellos escritores que se imponen sobre el nihilismo y pesimismo de su naturaleza y logran ofrecer un auténtico aprendizaje. ¿Habrá algo de ese aprendizaje en estas cartas sobre el dinero que escasea y la sombra de la guerra cayendo sobre Europa? Habrá que ver si la correspondencia que ahora publica Acantilado y anuncia con muy justificada minuciosidad Nuria Azancot, reafirma mi impresión de sus novelas. Aunque no sería extraño que la correspondencia, con interlocutor concreto, no sea tan iluminadora como lo es la obra, escrita siempre para uno mismo. Dice la nota en "El Cultural":

La primera carta la dirige un Roth adolescente a su prima Resia Gröbel. Son las vacaciones de verano de 1911, el escritor aún no ha cumplido los 17 y se sorprende por la falta de entusiasmo patriótico de su prima, (“No entiendo por qué temes tanto la guerra”). La misma exaltación le empuja, el 26 de marzo de 1915, a confesar: “Desde que mi fuego amenazó con extinguirse bajo la manguera de los bomberos que llevaba el lema "sentido común", tuve el gran deseo de mostrárselo a la gente, a toda costa, para que me reconocieran a distancia por mi humo. Con esa determinación quedé satisfecho, porque el tabaco (del tiempo antiguo) es conocido como uno de los más importantes casi del genio”. En esta primera parte del epistolario, Roth abandona su aldea natal y escribe desde Viena, Berlín, Colonia, Aviñón, París o Marsella, donde descubre la Fiesta de los toros el 26 de agosto de 1925. Le horroriza: “Vi aquí corridas de toros por primera vez. Si no ha visto usted nunca algo así, no puede hacerse idea de esta bestialidad”. Lo peor, con todo, es el sentimiento de orfandad de un hijo del Imperio sin Imperio: “Estoy muy desesperado -escribe el 30 de agosto de 1925- [...] Cuando murió el emperador Francisco José, yo era un "revolucionario", pero lloré. Me enrolé voluntario por un año en un regimiento vienés, una "tropa de élite" que hacía guardia de honor ante la cripta de los capuchinos, y lloré de veras. Una época quedó enterrada”. Las desgracias se suceden. Friederike Reichler, con la que se había casado en 1922, muestra los primeros síntomas de su esquizofrenia, mientras él despilfarra todo lo que gana en legendarias borracheras. El dinero de los libros no llega, tampoco el de las colaboraciones en los periódicos, al punto de que, el 14 de junio de 1927 le confiesa al filósofo Ludwig Marcuse que se encuentra “desesperado, enfermo y sin dinero”. Porque ésa es su obsesión, el dinero, por el que escribe, ruega, insulta o suplica a lo largo de cientos de cartas a amigos, editores, colegas, parientes... El 27 de febrero de 1929, y desde París, explica al también escritor Stefan Zweig sus condiciones de vida: “Trabajo urgido por un solo motivo, que es material. Porque tengo que llegar a cubrir un mínimo de mi existencia sin tener que escribir regularmente artículos que me perjudican la salud. [...] Desde que cumplí dieciocho años, jamás he habitado una vivienda privada, a lo sumo, una semana como huésped en casas de amigos. Todo lo que poseo son tres maletas. Y eso no me parece extraño.” El 13 de mayo de 1930 le refiere también a Zweig (convertido en su compañero más fiel, y en su mecenas) que una amiga se había suicidado después de haber ido a buscarlo, sin éxito : “No me encontró, y estoy convencido de que yo hubiera podido evitar su muerte. Por todas partes sufrimiento y muerte. Me pondría a llorar por esta impotencia de que ni siquiera pueda uno hacer ese poco de bien que podría salvar a una sola persona”. Los meses no mitigan su pesimismo, más bien lo acentúan, como evidencia este fragmento de otra carta a Zweig, desde Francfort, el 23 de octubre de 1930, y en la que, además de confesar que “Las Baleares me seducen extraordinariamente”, se lamenta de la situación del viejo continente, acosado por los totalitarismos: “¿A quién no le asquea la política? Tiene usted razón, Europa se suicida. Y la manera prolongada y cruel de ese suicidio se debe a que quien lo comete es un cadáver. Esta decadencia tiene una endiablada semejanza con una psicosis. Parece el suicidio de una psicótica. El diablo gobierna realmente el mundo. Pero sigo sin entender a los extremistas de las dos alas”. En febrero de 1933, desde París, profetiza: “Sabrá usted que nos aproximamos a grandes catástrofes. Aparte de lo privado -nuestra existencia literaria y material queda aniquilada-todo conduce a una nueva guerra. No doy un céntimo por nuestras vidas. Los bárbaros han conseguido gobernar. No se haga ilusiones. Gobierna el infierno”, escribe a Zweig, quien tercia con editores, le manda dinero, y, sobre todo, intenta que abandone el alcohol, sin éxito. Mientras Hitler conquista Europa y el mundo se derrumba, Roth sigue bebiendo. Su última carta, a Blanche Gidon, vieja y generosa amiga, es del 11 de marzo de 1939 y habla, cómo no, de dinero: “Sólo yo tengo los derechos, no la editorial. Sin embargo, por desgracia tengo que pagarle el 25%”. Meses después, el 23 de mayo, la noticia del suicidio de Ernst Toller le abruma hasta ahogar sus últimos francos en alcohol. Sumido en el delírium tremens, muere el 27 de mayo en el Hospital Necker de París, haciendo que una de sus últimas cartas, del 8 de agosto de 1937, resulte más conmovedora y terrible: “Tengo un miedo enorme a caer al hondón de estas letrinas. Por favor, vea que no es mi culpa. [...] He previsto tantas veces el final. Créame, se lo ruego, que si se atrasa no es por mi culpa.” Tal vez su muerte no fuese ésa “tan liviana y hermosa” que soñó, en La leyenda del santo bebedor, para los dipsómanos. Pero Joseph Roth, que no llegó a ver a las tropas nazis en París, ni supo que su familia fue exterminada en campos de concentración, 70 años después ocupa un lugar de honor en la literatura mundial.

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