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Y siguiendo con la onda futbolera, en el suplemento "Radar" realizan un especial sobre la polémica celebración de los 30 años del mundial Argentina 78. Ahí participan una serie de escritores y periodistas argentinos. El denominador común es una paradoja: la negada alegría de un triunfo extraordinario que no se puede celebrar en medio de los muertos y los desaparecidos por la dictadura. Y como paradigma de esa felicidad compleja queda el partido jugado contra Perú, aquel humillante 6-0 que a todas vistas luce fraudulento. Al respecto, son especialmente interesantes los textos de Alan Pauls y Juan Sasturaín. Alan Pauls dice:
Más que la represión, los campos o el plan Martínez de Hoz, la dictadura –lo verdaderamente siniestro de la época de la dictadura– es para mí esa pareja de fabulaciones perfectas: el Mundial ’78 y Malvinas. Dos acontecimientos que exigían de nosotros algo más que nuestros cuerpos, que nuestra verdad recóndita o que los frutos de nuestra fuerza de trabajo. Exigían nuestra creencia. Las fuerzas armadas, los torturadores y los programas del gran capital siempre nos han aliviado porque nos condenan al papel de inocentes, víctimas indefensas, meros objetos o soportes de una violencia que se nos impone desde el exterior. El Mundial ’78 y Malvinas, en cambio, nos implican –en el sentido más criminal de la palabra– porque sólo podían funcionar si sintonizaban con lo que era, al parecer, el núcleo mismo de nuestra humanidad: nuestra fe, nuestra ilusión, nuestro deseo. Ver a la gente lanzarse a la calle para festejar el campeonato del mundo es espeluznante porque es ver no una comunidad de víctimas engañadas, ni siquiera un rebaño de ciegos manipulados, sino una enorme masa de deseantes satisfechos. Si el Mundial ’78 (como Malvinas) sigue siendo para mí el highlight monstruoso de la dictadura, es porque lo que pone en escena no es un pueblo secuestrado con malas armas simbólicas por el fascismo; es el deseo de un pueblo en el momento mismo en que encuentra su saciedad en el fascismo.
Por su parte, Juan Sasturaín resume así el sentimiento ambiguo:
Se sabe: Argentina ganaba 1-0, nos empató Naninga de cabeza y, cuando se acababan los noventa, sale el pelotazo de derecha a izquierda sobre la cabeza de Olguín, llega el wing izquierdo naranja y ante la salida del Pato, la toca suavecito al gol. La pelota pasó al arquero y recorrió esos pocos metros hacia el arco vacío, pareció que entraba y... no entró. Pegó en el palo y salió. Zafamos. Terminó el tiempo reglamentario, fuimos al alargue y ahí los pisamos: Mario Kempes hizo el segundo de guapo y Bertoni el tercero para liquidarlos. Ganó Argentina, fuimos campeones y nos abrazamos, fuimos felices en privado mientras mucha gente celebraba en la calle y los hijos de puta festejaban de sobretodo en el palco: los tenebrosos pulgares en alto de Videla han quedado en la foto. Soy consciente de que esa noche hubo mucha gente amiga (adentro y afuera del país) que deseó que la pelota de Resenbrink entrara: si perdíamos, los milicos –el plan exitista de los milicos– serían los derrotados, perderían puntos e imagen y, ante el desencanto de la gente, durarían mucho menos en el poder. Yo quise entonces y sigo queriendo hoy (como muchos amigos adentro y afuera del país entonces) que la pelota no entrara. Quería ganar; argentino y futbolero, quería que Argentina ganara. Nadie me iba a arrebatar esa felicidad.
En esas pelotudeces –que no lo son, claro–, en esas cuestiones de ponerse adentro o afuera, de dónde se para uno, de con todos o contra algunos, de acompañar o subestimar, de cuanto peor mejor o de juntarse para celebrar lo que hay... En esas cuestiones, digo, seguimos a veces empantanados, dando vueltas. Casi diría que todos los días llega Resenbrink para definir.
Por mi parte, confieso que el mundial Argentina 78 tiene una significado enormísimo para mí. Fue el primero que viví intensamente, con 10 años, y el primero que lloré y celebré, ignorante de las condiciones políticas que se describen en "Radar". La derrota de Perú fue lamentable, pero yo quería que Argentina gane ese mundial y me hice fanático de la garra de Kempes, que desde entonces se volvió para mí en un ícono del triunfador. Y aunque es probable que el partido con Perú haya sido amañado, nadie les regaló la copa. Ganar a la Holanda del 78, el mejor equipo del mundo entonces, no era sencillo y lo hicieron de manera contundente e inobjetable. Saber que detrás de ese mundial hubo un decorado de terror e injusticia le da mal gusto a mis recuerdos, pero no los anula. Siempre que imagino a alguien que consigue un triunfo por el que ha luchado épicamente se me viene a la cabeza la sonrisa y los brazos extendidos del peluca Mario Alberto Kempes. Y esa alegría no fue el logro de ningún dictador, por más que este pretendió usar ese triunfo con fines indignos, sino de un muchacho talentoso que quiso ganar un mundial e hizo todo lo que estaba a su alcance para conseguirlo.
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