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Ayer me olvidé de comentar, al mencionar el especial dedicado a Richard Ford en "Babelia", la síntesis de Eduardo Lago sobre narrativa norteamericana contemporánea, la que titula "Historia de una etiqueta". Vale la pena citarla extensamente por ser un repaso, aunque general, útil para quienes empiezan a ubicarse en esa literatura y no tienen a Rodrigo Fresán a la mano:
La mejor manera de entrar en la centuria es hacerlo de la mano de Henry James, eligiendo alguno de los títulos mayores de la monumental revisión de sus obras conocida como la edición de Nueva York. Una buena opción es Retrato de una dama (1908). Ya en los años veinte, nos encontramos con El Gran Gatsby, de Francis Scott Fitzgerald, y El ruido y la furia, de William Faulkner. La siguiente década nos ofrece tres títulos imprescindibles: la trilogía USA de John Dos Passos; Llámalo Sueño, de Henry Roth, y Las uvas de la ira, de John Steinbeck. Los cincuenta fueron una década prodigiosamente fértil, con El guardián entre el centeno, de J. D. Salinger; El hombre invisible, de Ralph Ellison; las Aventuras de Augie March, de Saul Bellow, y la gran épica de la carretera que es En el camino, de Jack Kerouac. En los sesenta, Truman Capote erigió el escalofriante monumento narrativo que es A sangre fría. Los setenta nos dejaron Ragtime, de E. L. Doctorow. En los ochenta, con Meridiano de sangre, Cormac McCarthy se adentró en las zonas más abismales de la conducta humana. En cuanto a las grandes sagas novelísticas, cuya gestación lleva décadas, destacan el ciclo de Albany, de William Kennedy y la serie dedicada a Conejo Armstrong, de John Updike, integrada por cinco títulos publicados entre 1960 y 2001. La responsabilidad de hacer que el concepto de gran novela norteamericana efectuara una cómoda transición al siglo XXI corrió a cargo de Don DeLillo y Philip Roth, quienes han creado obras de calibre en las dos centurias. En el caso de Roth, su gran friso de la sociedad norteamericana lo constituiría el ciclo narrativo protagonizado por Nathan Zuckerman. La novela de DeLillo que mejor encarna el concepto que estamos discutiendo es Submundo. Demasiadas ausencias de peso en este recorrido, algunas muy a mi pesar: El gran Norman Mailer se pasó toda la vida hablando de la gran novela americana e intentando escribirla. Como le ocurrió al capitán Ahab con Moby Dick, murió sin conseguirlo. Tampoco lo consiguió Hemingway, cuya grandeza está en las formas breves, como ocurriría décadas después con Raymond Carver. En realidad, el concepto de gran novela norteamericana resulta excesivamente restrictivo: se suele reservar para cultivadores del realismo más tradicional, por eso quedan fuera escritores del calibre de Thomas Pynchon, o William Gaddis, por inaccesibles. Richard Ford, por el contrario, encaja perfectamente en el arquetipo.
(...) En este contexto, ¿qué ofrecen los más jóvenes entre los consagrados? La broma infinita, de David Foster Wallace, es una obra de culto, excesivamente experimental para el lector de a pie. El prolífico William Vollmann, autor de narraciones a veces desmesuradas que intentan radiografiar la totalidad de nuestro tiempo, no ha producido ninguna novela que haya logrado ser bendecida con el título de marras, como tampoco lo ha sido ninguna de las más de sesenta obras de Joyce Carol Oates. Las correcciones, de Jonathan Franzen, se acercó, gracias al esfuerzo realizado por su autor, que trató de conciliar el legado de la tradición con las fórmulas del posmodernismo. ¿Cuál es la situación en este momento? A tenor de lo ocurrido con el último Premio Pulitzer, que ha ganado un narrador hispano de 40 años apenas hace dos semanas, puede que las cosas estén cambiando. Todo apunta a que la gran novela americana está desesperadamente necesitada de un nuevo look. En La maravillosa vida breve de Óscar Wao se produce un encuentro entre Derek Walcott y La guerra de las galaxias, pasando por la tradición de la novela latinoamericana de dictadores, por citar sólo unos pocos ingredientes. ¿El nombre del autor? Junot Díaz. Estén atentos a sus receptores.
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