El pasado de Babenco
Ya falta poco, menos de una semana, para que al fin se estrene en Buenos Aires la versión de la novela El pasado de Alan Pauls filmada por Héctor Babenco. Y como cada vez que estoy a punto de ver una película basada en un libro que me parece estupendo, la mezcla de curiosidad y temor se apodera de mí. No me gusta, lo confieso, Gael García como Rímini, a quien recuerdo como un porteño culto, no necesariamente guapo, neurótico, fatalista, inteligente aunque superado por sus problemas y un poco distraído (¿podrá el "chato" Gael dar esa talla?). Pero sí me llama la atención Analía Couceyro como Sofía. En fin, hay que verla. Por lo pronto, Héctor Babenco, Analía Couceyro y algunas personas más cercanas al rodaje han adelantado algo a "Radar", a manera de múltiples voces, sobre cómo se sienten con la película. Y Alan Pauls escribe además su historia personal con el llamado de Babenco preguntándole por los derechos en lo que recuerda como "La escena de la ensalada".
Dice Pauls: "Cuando escribo, no veo. No tengo imágenes. Sólo hay frases, secuencias de ideas, en el mejor de los casos música. Escribir ficción es un proceso que rara vez tiene una dimensión figurativa. Por eso me es tan difícil pensar en adaptar al cine lo que escribo. No se trata sólo de aceptar que otro vea por mí, que otro sea mis ojos. Se trata de aceptar que otro sea mis ojos para ver algo que, si existe, sin duda no existe para mí en el reino de lo visible. Esa incredulidad de base, que ha minado desde siempre la relación entre mi pasión por la literatura y mi pasión por el cine, explica que hace unos años, cuando Héctor Babenco me llamó para preguntarme en qué situación estaban los derechos de El pasado para cine, lo primero que se me ocurrió pensar fuera:
–Está loco.
Me llamaba desde una isla, según creí entender, o quizá me contaba que había leído la novela en una isla, en tiempo record. (Claro que en una isla el tiempo record no cuenta demasiado: nunca hay nada que hacer, de modo que uno lee muchísimo y a toda velocidad.) Y mientras me preguntaba desde cuándo había teléfono en las islas, le dije:
–Estás loco.
–Seguramente –me dijo él–, pero leí la novela y la veo.
En realidad, en ese momento, “Estás loco” quería decir dos cosas. Una: “Este tipo quiere hacerse pasar por mis ojos”. Dos: “¿Cómo es capaz de ver una novela como la mía, que es pura, anacrónicamente literaria?”. Es cierto que esa pretensión un poco impertinente tal vez define lo que es hoy ser un cineasta: ser los ojos de un mundo cada vez más ciego. Pero el llamado de Héctor, tan precoz –hacía sólo tres meses que la novela se había publicado–, cayó sobre mí como una especie de relámpago. De modo que le dije eso, que estaba loco, pero agregué enseguida –antes de que pudiera cortarme el teléfono– que los derechos estaban libres. No creía del todo en la idea. Creí en su entusiasmo, en la manera a la vez prepotente y dubitativa en que acababa de hacer crujir mi plácida vida de escritor autista. Creí en lo que podríamos llamar –si la palabra no estuviera tan devaluada por bombas que hacen volar subterráneos y hooligans pasados de cerveza– un fanatismo. Pero, una vez más: ¿cómo un cineasta, alguien que básicamente se dedica a tener visiones, podría ser otra cosa que un fundamentalista? Herzog hay uno solo, pero todos los cineastas son, a su modo, Herzog.
Con los días, disipado el desconcierto inicial, la irrupción de Babenco fue acomodándose de a poco, como esas sorpresas intempestivas –personas, objetos, impresiones, recuerdos– que tardan en hacerse un lugar que sin embargo, si lo pensamos bien, ya de algún modo les estaba destinado. Poco a poco, Babenco dejaba de resultarme un desconocido. Fui repatriando una vieja escena con él que ni yo mismo sabía hasta qué punto se conservaba intacta en alguna habitación de mi cabeza. 1982. Yo era joven y tenía un trabajo imposible: era jefe de redacción de una revista de cine en un país que no tenía cine, que no lo producía, no lo importaba y quizá tampoco lo deseaba. Es decir: escribía sobre objetos inexistentes que sólo mi imaginación, mi necesidad desesperada de cinéfilo y mi desconsolada orfandad me inducían a ver. Yo también, a mi manera, era un vidente. Alucinaba todo el cine que no podía ver desde el cuarto trasero de una editorial de libros bastante poco glamorosa, parapetado detrás de una pared de cajas de cartón que cada tanto, vencidas por la humedad, se desplomaban sobre mi máquina de escribir y abortaban de mala manera el artículo que estaba escribiendo. Mi masterpiece, recuerdo, fue la crónica melancólica y gozosa de un fracaso: había viajado a Nueva York y me había pasado toda una tarde dando vueltas por una plaza, tratando no de entrevistar a Wim Wenders sino sólo de detectar a lo lejos las ventanas de su productora, que –según había leído en una revista extranjera– daban a Washington Square.
En eso aterrizó en Buenos Aires un director argentino-brasileño. Venía a presentar una película plagada de premios: Pixote. La película, como el mismo Babenco, parecía venir de otro planeta, un planeta donde algo llamado cine todavía existía (aunque el cine brasileño languidecía casi tanto como el argentino). Esa sola evidencia bastó para sacudirme. Lo entrevisté. Durante dos horas lo martiricé, creo, con preguntas que duraban párrafos y jamás terminaban en signos de interrogación, y en un momento Babenco, que todavía no había llevado su portuñol a la cima sofisticada desde donde lo habla hoy, me contó del proyecto en el que estaba trabajando entonces: la adaptación de El beso de la mujer araña de Manuel Puig. Y de golpe, con una franqueza que me congeló la sangre, se puso a hablar de los problemas que le planteaba la novela. Uno en particular, que parecía volverlo loco: qué hacer con esos momentos en que Molina, el gay del dúo protagónico, vuelve una y otra vez al mismo restaurante sólo para ver al mozo del que se ha prendado, para pedirle una ensalada, siempre la misma, y extasiarse viéndolo condimentarla y revolverla en su mesa, a su lado. Qué hacer con la elocuencia intraducible de ese trozo de banalidad. Porque no la podía dejar escapar; tenía que hacer algo con eso. En esa escena menor, Babenco veía una especie de clave del personaje de Molina, un emblema dramático de la afectividad gay, pero también –y esto era lo que más hacía titilar mi sistema de alerta de escritor y de cinéfilo– un punto crítico del proceso de adaptación, de esa versión de Puig en la que estaba trabajando pero también, en general, del paso de la literatura al cine.
El llamado desde la isla, pues, no había sido tan intempestivo. Tenía casi veinte años de historia, y en esa historia confluían algunas de las cosas que más me han interesado en la vida: la literatura, el cine, la ficción de Manuel Puig, el secreto extraordinario de la banalidad, la relación siempre problemática entre lo que se escribe y lo que se ve. Tal vez por eso, porque Babenco había quedado para mí en el centro de esa pequeña constelación de objetos de deseo, le dije veinte años más tarde que los derechos de la novela estaban libres, aun cuando me parecía descabellado que sus quinientas y pico de páginas escritas en la ceguera más absoluta, en la negación de toda imagen, se convirtieran en una película. Pero también, y sobre todo, porque en ese año-páramo de 1982, en Buenos Aires, cuando el cine me parecía algo imposible, un lujo exclusivo de civilizaciones remotas, Babenco y Pixote me habían demostrado que estaba más cerca, mucho más cerca de lo que pensaba. Además de su fabuloso sentido del timing, que la hizo intervenir en mi joven vida exactamente cuando debía, lo que me queda hoy de esa escena –“la escena de Babenco y la ensalada”, como terminaron llamándola los diligentes burócratas que bautizan en silencio las partes de mi pasado que valen la pena– es una triple lección. Una lección de lectura: Babenco leía a Puig muy bien; es decir: leía en Puig lo que el cine nunca había podido mirar de frente: la potencia de una nada sin coartadas, la nada de lo banal. Una lección de encarnizamiento: Babenco perseguía la ficción de Puig en el punto exacto donde la ficción de Puig más parecía resistírsele. Una lección de valor: al revés de lo que habría hecho un cineasta menos insensato, Babenco no se sacaba el problema de encima: lo convertía en el verdadero corazón de su trabajo. ¿Es eso “estar loco”? ¿Esa extraña combinación de perspicacia, obstinación y ganas de meterse en problemas? No lo sé. Pero en algo parecido a eso debía estar pensando yo cuando Babenco me llamó desde el único teléfono de su isla falsa y me dijo gritando –así de malos son los teléfonos de las islas– que veía mi novela y yo le dije primero “estás loco” y después que sí, que se tomara nomás los dos meses que necesitaba para releer la novela y ver si la seguía viendo y que después habláramos.
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