El santo bebedor
Los Roth austrohúngaros: Fannie Roth, Sophia Roth, Joseph Roth, Max Silverstein, Lillian Roth, Siggie Krongold, Helen Roth. Fuente: itolman
El santo bebedor es el nombre con que el húngaro Géza von Cziffra conoció a su amigo Joseph Roth y es el título, además, del libro que le dedicó y que ahora aparece en castellano. Mercedes Monmany le hace justicia en su reciente reseña del ABCD las letras que es, además, un réquiem dedicado al narrador de un país (y un siglo y un mundo) perdido:
Con los recuerdos de este personaje contradictorio, desconcertante, inasible y sentimental, Géza von Cziffra construiría, con el título de El santo bebedor, uno de los mejores, más honestos y auténticos homenajes posibles hacia el que es sin duda uno de los mejores escritores del siglo XX. Alguien cuyas metamorfosis, extravíos, cambiantes visiones del mundo, así como fantásticas imposturas sobre su vida, crearon un halo de leyenda y también de afecto vinculante entre los que le conocieron y, sobre todo, entre un nutrido grupo de amigos devotos de su talento que desfilan por esta biografía. Por la Viena y el Berlín de entreguerras o por el París de los exiliados de Hitler, y en interminables tertulias de lugares míticos -el Café Central y el Herrenhof vieneses, el Romanische Café berlinés, también llamado «café de las posibilidades infinitas»-, desfilarán el magnífico microcuentista y periodista praguense Egon Erwin Kisch; una de sus últimas amantes, la escritora Irmgard Keun; Alfred Döblin, el húngaro Odön von Horváth, su adorado Alfred Polgar, Heinrich Mann, el siniestro jefe del agitprop soviético en la Europa occidental Willy Münzenberg -al que Rothodiaba profundamente- y su gran defensor y amigo, Stefan Zweig. Sus maníacas fidelidades de cantor y legitimista de los Habsburgo, o esas narraciones coloristas e hipnóticas que cautivaban a entregados auditorios, produjeron siempre entre sus más antiguos conocidos una mezcla entrañable y protectora de complicidad. Aún así, no pudieron defenderle de una muerte anunciada. Alcoholizado sin remedio desde hacía años, murió prematuramente en París, huyendo del infierno en la tierra que habían traído los nazis, el 27 de mayo de 1939. Tenía 45 años. (...) Siempre anheló ser otro, mientras fantaseaba y se adornaba con mil mentiras sobres sus orígenes y su vida como «oficial» de su adorado Ejército Austrohúngaro. Un Imperio que se instaló en su mente como la mejor tierra de tolerancia y civilización que le fue dada conocer. Su entierro fue, para su puñado de perpetuos amigos y seguidores, un quebradero de cabeza. Reunidos en el cementerio dos curas católicos y un rabino dispuesto a pronunciar su kaddish, y sin poder afirmar a ciencia cierta lo que siempre dijo acerca de su conversión, al final se decidió enterrarlo «como había vivido»: en un cementerio mixto.
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