Hablando del asunto
Un tema fundamental para hablar de literatura actualmente es el tema del canon literario. Es inagotable, por cierto, y no se pretende llegar a un acuerdo (eso sería demasiado "canónico" justamente) pero la discución siempre es interesante. En la revista Ñ del fin de semana se invitó a dos escritores (Fogwill y Gonzalo Garcés) y a un crítico literario (Rafael Cippolini) a comentar el tema. No he podido, lamentablemente, leer lo que dice Garcés -el enlace está equivocado- pero lo que escribe Cippolini es interesante. Lo copio íntegro y subrayo partes interesantes:
¿Qué clase de fiesta es el canon? Cuando el consenso comienza a extenderse, ¿no engendra todo tipo de sospechas, de intrigas, de malestares, de revanchismos? ¿Acaso no son los mecanismos de exclusión los que lo mantienen vivo? ¿Existe canon que no sea odioso por definición? La idea de canon mantiene viva la necesidad de demoler algo que llamamos status quo. Crispa la pluralidad de la voz, los invitados al banquete (sucede en todos los casos: los elegidos –los autores canónicos– fatalmente se odiarían entre sí sin excepción), ya que al fin de cuentas a la magistral receta de todo canon acceden demasiados reposteros: tratándose de literatura, los implicados son escritores, críticos, editores, empresarios, filólogos y pedagogos, todos y cada uno de ellos exhibiendo su ADNde lector (sus prejuicios, sus epifanías, sus insensatas apuestas.) Sin embargo no existe el canon personal y pertenecer a esa primera persona del plural pocas veces resulta agradable. Pone de evidencia la vulgaridad de nuestros gustos. ¿Acaso todo canon no es prosaico, previsible, redundante? Los elegidos invariablemente deben sobrevivir a esta demoledora carga. Todo canon es una prueba de resistencia: demuestra cómo envejece un hábito de lectura. Al fin de cuentas el canon no es tanto cuestión de escritores como de lectores. ¿Qué somos capaces de leer? ¿Aqué llamamos leer? ¿Para qué sirve? Por otra parte el canon es un espejo social: desnuda un hábito colectivo, lo testimonia. Exhibe sus flaquezas, sus oscilaciones, la fragilidad de cualquier afinidad electiva. Resulta fatal: constantemente coincidimos en algún punto del canon con aquellos con los que jamás querríamos estar de acuerdo. Un ejercicio de convivencia cultural, de eso se trata. Por cierto, las razones de este reconocimiento suelen no ser demasiado cómodas. Esta incomodidad resulta central en la elaboración de cualquier canon, siendo como es producto de una coyuntura: tener más afinidades con un cementerio de notables que con un ranking. Persistentemente el mainstream huele a lápida, y sin embargo ningún canon es eterno. Resulta tan efímero como las circunstancias que lo producen. La suerte de un escritor puede o no coincidir con las simpatías que coseche su escritura. Y en ese clima de conjura zombie: ¿qué clase de lecturas mantienen vivo a un autor? Hace ya unos cuantos años, el semanario DIEZEIT propuso como central la siguiente pregunta en la encuesta realizada en torno a la confección de un canon: "¿Qué obras de la literatura en lengua alemana tendría que haber leído un estudiante de bachillerato durante los cursos de alemán?" El año pasado en esta misma revista se analizaba la reciente canonización de Osvaldo Lamborghini. ¿No es la misma noción de canon, sus usos, utilidades, necesidades y alcances la que incesantemente ingresa a debate? ¿Qué le exigimos a la literatura, a los lectores?
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