Wolfe en Argentina
Tom Wolfe fue el protagonista de la Feria del Libro en Buenos Aires. En la Revista Ñ hay una entrevista exclusiva en la puerta de su hotel en su sección videogalería. Y Página12 resume su presentación en el ambiente ferial. Dice la nota:
“Gracias por venir”, dice, en un español de cabotaje, el hombre de traje blanco; acentúa un poco las vocales, pero pronuncia bastante bien. “Ese es todo el español que sé”, se excusa, ahora en inglés, Tom Wolfe, todo un hombre, el más esperado de los escritores invitados a esta edición de la Feria. Está de pie, tan inmaculado, prolijo y perfecto, que no parece de este mundo el autor de La hoguera de las vanidades. Si no hubiera sido el padre del Nuevo Periodismo, si no hubiera publicado tres novelas dickenseanas, de más de 600 páginas cada una, que retratan a los Estados Unidos en todo su fulgor, ambición, belleza y perversión, podría haber sido actor o uno de esos predicadores protestantes desopilantes que ha retratado Erskine Caldwell, un narrador norteamericano que deslumbró al Wolfe adolescente. Lo escuchan más de mil personas, se ríen, lo aplauden. No para de hablar, ni se detiene a tomar agua, se entusiasma y entusiasma. Cuenta que estudió durante cuatro años español en la universidad, no para hablarlo sino para leer a Don Quijote en el original, pero que no pudo. “Sublime”, dice, repite, es su experiencia en la Argentina. Anoche fue a ver María de Buenos Aires, de Astor Piazzolla, “el compositor más importante del siglo XX”, subraya el escritor. “En Estados Unidos jamás tuvimos un Piazzolla”, agrega, y a ojo de buen cubero se mete a la mitad del público, los mayores de cincuenta, en el bolsillo.
Al final, hace una pregunta retórica y se responde a sí mismo:
Menos optimista que al principio de la conferencia, el padre del Nuevo Periodismo lanza una pregunta:
–¿Los países estamos viviendo el eclipse de todos los valores?
Silencio, ni un murmullo se escucha.
Quizá se da cuenta de que se le fue la mano de negrura en una tarde tan linda, con tanto sol; quizá por eso el hombre de traje blanco elige otro final posible: “No desesperen, la vida puede ser bellísima”.