Murió Edmundo de los Ríos
Recuerdo que estaba en los primeros años de universidad cuando leí Los juegos verdaderos de Edmundo de los Ríos. Lo que no recuerdo es cómo conseguí el libro blanco aquel, con una carátula espeluznante (una mano ensangrentada). Era un préstamo y siempre supe que debía devolverlo, pero ¿a quién? La novela está escrita con mucho talento y pulso, aunque me temo que ha envejecido un poco (sobre todo en sus técnicas que ya entonces, de adolescente, me parecían anticuadas). A pesar de ello, si Edmundo de los Ríos no es un escritor tan recordado como debería fue por su perfil bajo y por su súbito ingreso al club de escritores Bartleby. Murió hace unos días y Guillermo Niño de Guzmán da la noticia en "El Dominical".
Los juegos verdaderos (¡qué hermoso título!), premiada en 1968 con una mención honrosa en el certamen Casa de las Américas de Cuba, que por entonces contaba con mucho prestigio. Curiosamente, en esa convocatoria, otros dos peruanos también figuraron entre los galardonados: Antonio Cisneros se alzó con el premio de poesía por su Canto ceremonial contra un oso hormiguero, mientras que Alfredo Bryce obtuvo una mención por su primera obra, el libro de cuentos Huerto cerrado. Además de la edición de Casa de las Américas, el sello Diógenes de México publicó Los juegos verdaderos en febrero de 1968 (en la guarda aparecía un retrato del joven autor con traje y corbata, impecablemente afeitado, y con unos anteojos de marco negro que recordaban a los de Clark Kent). No estoy muy seguro sobre la fecha de su partida del Perú, pero en esa época Edmundo de los Ríos residía en Ciudad de México, donde al parecer consiguió una beca de creación literaria. En cambio, sí tengo plena certeza de que Los juegos verdaderos fue celebrada por el mismísimo Juan Rulfo, quien, pese a su habitual parquedad, no vaciló en declarar que era "la novela que iniciaba la literatura de la revolución en Latinoamérica". Y, en efecto, la novela de Edmundo de los Ríos fue pionera al abordar el tema de la guerrilla que, en los convulsos años sesenta, afiebraba las mentes de los jóvenes que, alentados por la utopía de izquierda y el ejemplo de la revolución cubana, pretendían luchar por la liberación de sus pueblos. Lo sorprendente era que, no obstante su escasa experiencia, De los Ríos se las había arreglado para escribir una novela conmovedora, diestramente construida -el relato se desarrollaba en tres planos temporales distintos y empleaba novedosos recursos técnicos- y con una solvencia en el manejo de la prosa que resultaba inusitada para un narrador de su edadPero, ¿qué ocurrió después? Solo sé que al cabo de un tiempo en México, el escritor decidió volver a nuestro país.
En el artículo, Niño de Guzmán se pregunta además por el destino trágico de Edmundo de los Ríos
Sospecho que las constantes frustraciones debieron mermar su estabilidad emocional y acabaron por resquebrajar su espíritu. El novelista vivió varios infiernos, incluida la pasión amorosa a la que se entregó hasta las últimas consecuencias y que le supuso el rechazo de una casta social prepotente y estúpida de su ciudad natal. A pesar de todo, Edmundo de los Ríos persistió y continuó escribiendo, lleno de ruido y furia. Era un perfeccionista y sabía, como Truman Capote, que existía una diferencia entre escribir bien y el verdadero arte. Trabajó varios años como cronista en la revista Caretas, bajo el asalto constante de imprevisibles ráfagas de dulzura y de amargura. Una noche, harto de tantos naufragios y reveses, subió al último piso del edificio donde vivía y arrojó al viento los cientos de papeles que conformaban el único ejemplar de la novela que venía trabajando y con la que lidiaba obsesivamente, a la vez que enfrentaba la precariedad económica y al demonio de la dipsomanía. Deténganse por un instante, atribulado lector, en esa imagen de feroz incandescencia: ¡miles de palabras convertidas de pronto en una bandada de cometas blancas que vuelan libremente hacia el infinito, en medio de la oscuridad de la noche! Solo Edmundo de los Ríos era capaz de inmolarse con un gesto tan desesperado, aunque rebosante de una invencible, pura y loca belleza.
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