Englander reseñado
La novela de Nathan Englander, Ministerio de casos especiales, finalmente ha sido editada por Mondadori. Una novela que transcurre en el mundo judío de Buenos Aires, ni más ni menos. La obra, al parecer, no defrauda las expectativas que se crearon luego de su extraordinario ingreso literario con una colección de cuentos titulada Para el alivio de insoportables impulsos (Debate), pero "todo está exactamente donde tiene que estar" dice Fresán con un poco de pena. La reseña en ABCD las letras:
La novela se lee muy bien, tiene grandes momentos y -tal vez ésa sea la única pero atendible crítica que se le puede hacer- todo está exactamente donde tiene que estar. Incluyendo ciertos destellos -que ya brillaban en sus relatos- de algo que muchos apresuradamente tildarán de realismo mágico, pero que en realidad conecta directamente con rituales mucho más antiguos. Y es justo ahí donde algún lector -mi caso- sentirá incomodidad ante cierta compulsión alegórica de la novela. Es decir: ¿hacía falta que el sufrido protagonista se llame Kaddish, que su trabajo pase por encargarse de borrar los nombres de las lápidas de judíos muertos y poco honorables (hacerlos, sí, desaparecer) para que no haya conexión con sus parientes vivos, y que Kaddish sea, literalmente, un hijo de puta educado en una sinagoga regentada por rufianes y prostitutas? ¿Causan realmente gracia episodios como el del cirujano plástico Julio Mazursky, que, en pago por sus servicios lapidantes, ofrece «corregir» las narices de Kaddish y de su esposa Lilian? ¿Es necesario que Englander haga tantos guiños a Gogol? Y, sí, se entiende: de lo que aquí se habla es de la pérdida de la identidad primero (en la mitad «cómica» del libro) y después (en su muy dramática y trágica segunda parte) de la pérdida de todo aquello que hace a un ser humano digno. Al final, lo que queda es la desesperación de Lilian buscando a su rebelde y desaparecido hijo, Pato, por gubernamentales pasillos donde se susurra acerca de «casos especiales» y, claro, no encontrándolo en ningún lugar. Y su razón va perdiéndose, erosionada por tanto ruego a tanto funcionario de lo que no en vano se llamó a sí mismo, kafkianamente, el Proceso. Quizás esta ficción con argentinos -contada aquí con tanta elegancia- no sorprenda demasiado a nativos a los que, por las peores razones y motivos, ya poco y nada les sorprende. Al menos, al porteño que firma esta reseña. En cambio, para cualquier turista que se pasee por estas tristezas, todo lo que se cuenta aquí resultará -con justicia y por injusticia- apasionante. En una entrevista, Englander afirmó: «Me fascinan los argentinos porque todos ellos han sido formados por la política de una manera muy profunda». Tal vez, pienso, Englander quiso decir deformados.
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