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Monsiváis: 70 años

Carlos Monsiváis cuando era uno de los tres mosqueteros fagocilibros. Fuente: laberinto

Carlos Monsiváis ha cumplido esta semana 70 años y en los diarios de México se han encargado de recordárselo con sendos homenajes, incluidos los recuerdos de amigos y frases de conocidos. Dentro de estos homenajes, el suplemento Laberinto ha sacado ventaja dedicándole no sólo casi enterito su número de fin de semana, sino recordando a esa "generación de tres" que representan Monsiváis, José Emilio Pacheco y Sergio Pitol. Entre otras notas, destaca el recuerdo de sus dos compinches. Aquí las palabras de Pacheco:
Los cafés que ya no existen —el Kilos, el Chufas, el Palermo, el Sorrento, la Farmacia Elsa— resultaron el taller literario en que sin saberlo tomé clases particulares con Monsiváis. Teníamos el hábito, venturosamente abolido por los medios electrónicos, de leernos en voz alta nuestros textos. Yo escribía de todo y a todas horas. A diario le leía a Monsiváis versos, cuentos, notas, obritas de teatro. Nunca intentó corregirme ni me indujo a escribir como él. Sólo me habituó desde un principio a la crítica. Somos por completo distintos y sin embargo nos parecemos. Vicente Rojo dice que no somos escritores sino reescritores. Eliot diría que “sólo estamos invictos porque seguimos intentando”.Gracias a esta que tal vez podríamos llamar política del desaliento —el mejor estímulo negativo a que puede someterse una vocación— y a la severa lista de lecturas que me impuso Monsiváis, en sólo un año pude pasar de la edad de las tinieblas al paleolítico. En 1958 publiqué mis primeros cuentos en La sangre de Medusa y los poemas iniciales que cinco años después aparecieron en Los elementos de la noche.En la feliz ignorancia del porvenir, combinamos sin saberlo alta cultura y cultura popular: programas triples en viejos cines ya también desaparecidos y lecturas de la Biblia en la versión de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera. Como buen niño católico, yo ignoraba esta obra maestra y me había mantenido a distancia de poetas rojos como Pablo Neruda y César Vallejo. También hicimos en colaboración traducciones de autores ingleses y norteamericanos.No éramos todavía “hijos del rock y de la Coca-Cola”, sino apenas hijos del Sidral Mundet y la XEW: todavía nos sabemos de memoria boleros, canciones rancheras, prehistóricos rocks. Nuestra idea de la parodia y el montaje le debe todo a los programas cómicos del Panzón Panseco y nuestro concepto de la información y de la trivia fue engendrado por el Doctor I.Q., Los Niños Catedráticos y el Bachiller Álvaro Gálvez y Fuentes.

Y también este recuerdo lleno de lecturas compartidas de Sergio Pitol sobre Monsiváis, extraído de sus libros de memorias:
Espero a Monsiváis en el Kikos de la avenida Juárez, frente al Caballito. Quedamos de vernos a las dos, comer juntos y darle un vistazo a las últimas planas del material que publicaré en los Cuadernos del Unicornio. No sé cuántas veces he releído esas pruebas, pero me sentiré más seguro si él les echa un vistazo. Carlos fue el primer lector de los cuentos que formarán el Cuaderno; el primero, “Victorio Ferri cuenta un cuento”, le está dedicado. Lo veo casi a diario, aunque a veces sólo de paso. Nos conocimos hace tres años; sí, en 1954, durante los días que antecedieron a la “Gloriosa Victoria”. Participamos entonces en un Comité Universitario de Solidaridad con Guatemala; colectamos firmas de protesta, distribuimos volantes, acudimos juntos a una manifestación que se inició en la Plaza de Santo Domingo. Vimos allí a Frida Kahlo, rodeada por Diego Rivera, Carlos Pellicer, Juan O’Gorman y algunos otros “grandes”. Ella vivía ya por entero a contracorriente; fue su última salida pública, murió poco después. A partir de esas jornadas comencé a ver a Carlos con frecuencia; en el café de Filosofía y Letras, en algún cineclub, en la redacción de Estaciones, en casa de amigos comunes. Lo encontraba, sobre todo, en librerías. […] Lo espero mientras leo ¡Lástima que sea una puta!, la intensa, truculenta y dolorosa tragedia de John Ford. De las obras que conozco del teatro isabelino, incluidas las de Shakespeare, la tragedia de Ford es una de las que más me impresionan. Comencé a leerla cuando llegué al restaurante y estoy ya cerca del final, cuando estalla la cólera del hermano incestuoso al saberse traicionado. Es un periodo literario que frecuento cada vez más. Me gustaría estudiarlo a fondo, sistematizar mis lecturas, tomar notas, establecer la cronología de la época. Pero siempre ocurre lo mismo: en el momento de mayor fervor me desvío hacia otros temas, otras épocas, y acabo por no profundizar en nada. Carlos es siempre impuntual, pero en esta ocasión se le pasa la mano; es posible que ni siquiera llegue. Tengo un hambre feroz; me decido a pedir la comida corrida. Como, y sigo leyendo a Ford. A la hora del postre llego al final, que me deja aterrorizado. En ese momento aparece Carlos. Viene de Radio Universidad, donde participó, me dice, en la grabación de un programa sobre ciencia ficción. Pide sólo una hamburguesa y una coca-cola. Pone las pruebas de imprenta al lado de su plato y las lee en unos cuantos minutos mientras come. Hace una o dos correcciones. Saca luego de un libro un par de páginas, tacha algunas palabras, añade otras, rectifica por completo las últimas líneas. Me pide acompañarlo al Excélsior, que queda a un paso, a entregar la nota que acaba de corregir; es cosa de sólo un minuto. En un dos por tres llegaremos a casa de Juan José Arreola para entregarle las pruebas. Allí nos espera José Emilio Pacheco, quien entregará hoy las planas de La sangre de Medusa, que se publicará también en los Cuadernos del Unicornio. En la planta baja del edificio inmediatamente contiguo al Kikos se encuentra la librería Zaplana, la más grande de México; no resistimos la tentación de echar un vistazo a las mesas y estanterías de aquel inmenso recinto. Cada uno sale con un imponente bulto bajo el brazo. Nos enorgullece el rápido crecimiento de nuestras bibliotecas (la suya, con los años sobrepasará los treinta mil ejemplares). Volvemos a entrar al Kikos para pedir que nos vendan unas cajas de cartón porque es imposible moverse por la calle o subir a un autobús con esa cantidad de libros en las manos. Mientras buscan la caja, tomamos un café, y examinamos nuestros hallazgos. En los cuatro años de amistad nuestras lecturas se han expandido y entreverado. Coincidimos ese día en comprar Conrad. Yo llevo Victoria y Bajo las miradas de Occidente, y él Lord Jim, El vagabundo de las islas y El agente secreto. Ambos leemos en abundancia autores anglosajones, yo de preferencia ingleses y él norteamericanos; pero se ha producido una benéfica contaminación. Hojeamos los libros adquiridos. Yo hablo de Henry James y él de Melville y de Hawthorne; yo de Forster, Sterne y Virginia Woolf y él de Poe, Twain y Thoreau. Ambos admiramos el humor inteligente de James Thurber, y volvemos a declarar que el lenguaje de Borges constituye el mayor milagro que le ha ocurrido en este siglo a nuestro idioma; hace allí una leve pausa y añade que uno de los momentos más altos de la lengua castellana le es debido a Casiodoro de Reina y a su discípulo Cipriano Valera, y cuando, desconcertado ante aquellos nombres, le pregunto: ¿y ésos quienes son?, me responde escandalizado que nada menos que los traductores de la Biblia.

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