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Fresán es feliz

Rodrigo Fresán elogiado en Radar Libros por Marcelo Figueras. Fuente: radarlibros

Siempre sucede: Cuando menciono en un post a Rodrigo Fresán, luego aparece otra noticia que lo incluye. Dos por uno siempre. En fin. Marcelo Figueras, en su extensa reseña en Radar Libros a El fondo del cielo (Mondadori) de Rodrigo Fresán, considera la novela como un complejo artefacto literario en 272 páginas. Primero dice "Las novelas de Fresán deberían venir con un track de comentarios en simultáneo, como los buenos DVDs. O con una conexión a la Play, para que uno gane vidas a medida que va identificando citas y referencias". Pero luego se emociona -o excita- más y termina comparándola con el orgasmatrón, aquel invento de Woody Allen en Sleeper, es decir una máquina de placer que jamás falla. Sin embargo, además de los conceptos acerca de la nueva novela de Fresán (que espero leer apenas llegue a Lima en unas semanas, según me dicen), me llama la atención lo que Figueras dice acerca del "silencio" crítico en Argentina contra las novelas de Fresán. ¿Por qué?, se pregunta Figueras. Y la respuesta parece simple: Porque Rodrigo Fresán es feliz. ¿Será esa una posible explicación? Pues no solo creo que sí es una posible sino, por qué no, lo más cierto que se puede decir en las siempre complejas relaciones entre un autor extraordinario, además de exitoso, y sus contemporáneos paisanos. Dice Marcelo Figueras:

Desde Historia argentina en adelante han ocurrido dos cosas. Por una parte, Fresán siguió construyendo una de las obras más singulares de la narrativa hispanoamericana. (No le pongo fecha a esa obra para no cometer el error de anclarla en el siglo XX. A veces pienso que la insistente señalización de Fresán hacia el desvío de la ciencia ficción es su forma de sugerir que, en realidad, deberíamos considerarlo un escritor del siglo XXI.) Y al mismo tiempo la corporación literaria de la Argentina, a la que le resulta tan natural comportarse como un Gulag, decidió someterlo a un tratamiento de silencio. La mayor parte de los ensayos y trabajos críticos sobre la obra de Fresán provienen de sitios que no son la Argentina. Y esto no puede atribuirse al hecho de que Fresán viva en Barcelona desde hace años. Ya ocurría cuando Fresán vivía aún en Buenos Aires, y sólo se potenció en su (aparente) ausencia. De no ser por la labor de tantos críticos formalmente extranjeros (no se pierdan el ensayo de Ignacio Echevarría, en la reedición de Historia argentina que Anagrama lanzó al cumplir 40 años), las señales que el satélite Fresán emite desde 1991 le habrían pasado por completo desapercibidas a miles de lectores de todas partes. Pero (bip) por fortuna (bip bip), eso no ocurrió. ¿Cuál sería el pecado por el que estaría pagando semejante precio? Se me ocurren dos. El primero es, precisamente, el de haber hurtado el cuerpo al pecado que Borges definió, en un poema tristemente célebre, como el peor de todos: Fresán es feliz. Pocas escrituras trasuntan más goce, en la narrativa contemporánea, que la de este dichoso hombre. En Fresán, la literatura es lo más parecido al orgasmatrón de Woody Allen que el ser humano pudo concebir desde que lanzó un hueso al aire: una fuente de placer que no falla jamás –siempre y cuando, claro, el cilindro en el que uno elige entrar sea el adecuado y funcione como debe–. En un medio donde tantos escritores pretenden encontrar un nicho dentro del canon literario local aun antes de haber escrito una sola línea; donde se concibe la escritura como un mecanismo de sobrecompensación ante inseguridades y carencias variopintas (de las cuales, imagino, las sexuales no deben ser las peores); y donde terminan produciéndose, de manera inevitable, más operativos intelectuales y de marketing que verdaderas novelas, lo de Fresán no puede resultar sino una afrenta. El segundo pecado de Fresán es haber obtenido con naturalidad aquello que el común de los escritores no suele lograr, ni siquiera trabajando a destajo: una voz propia. Ignacio Echevarría también subraya aquello que intenté decir al principio: que con el libro Historia argentina, y en particular con el cuento “El aprendiz de brujo”, Fresán debuta “ya acuñado, resuelto”. Para colmo Fresán llega a escena con otras marcas imperdonables. Empezando por la impronta biográfica. La mayoría de los grandes escritores viene, o se ha forjado (Borges es el ejemplo típico) una experiencia y/o prosapia que informan su prosa casi a la manera de un preámbulo. Y Fresán ya viene de fábrica con ingredientes dignos de nota. Un secuestro a tierna edad, el exilio al que lo arrastraron, contacto con los grandes escritores de su tiempo (Rodolfo Walsh, García Márquez) a una altura de la vida en que los demás no bebíamos nada más fuerte que el Nesquik, y last but not least, una doble herencia por vía sanguínea que forma un combo que te la voglio dire: el arte y el (dolor que conlleva el) divorcio. Desde el comienzo mismo, además, Fresán hace suyo ese desplazamiento que es característico de los grandes escritores argentinos, y que también es lícito entender como excentricidad, en tanto supone correrse de lo que se considera el centro –lo axial, lo canónico–. “Ser argentino es una fatalidad”, dice Borges en El escritor argentino y la tradición. Y por eso nuestras figuras insignes no se preocuparon ni un segundo por su propia argentinidad: eso era lo ya dado, lo inevitable. Lo no dado, la libre elección, pasaba en todo caso por lo que querían ser y todavía no eran, o bien (aquí radica buena parte de la gracia) no podrían ser nunca. Sarmiento quería ser francés. Arlt quería ser Dostoievski. Borges se sentía más cerca de las sagas nórdicas que de Los Cinco Grandes del Buen Humor. Cortázar estaba llamado a perderse en París desde que empezó a hablar con esa erre para nosotros defectuosa, pero tan bien cortada para los veinte arrondissements. Empujado a la excentricidad por el preámbulo de su historia, Fresán esquivó sin esfuerzo las tentaciones que acechan al grueso de los escritores locales (querer ser Arlt, Borges, Cortázar o bien conformarse con la categoría de discípulos aplicados) y en vez de emular su prosa, emuló sus procedimientos. Eligió los modelos que le quedaban mejor de sisa (del mar de influencias citables, quedémonos ahora con aquellas que horadan El fondo del cielo: John Cheever y Kurt Vonnegut, que además aparecen en “La vocación literaria”, el cuento de Historia argentina donde, ja, narra aquel secuestro que sufrió cuando niño) y se re-imaginó a sí mismo a su imagen y semejanza, sin importarle un pito que ni Cheever y Vonnegut figurasen en la lista de Modelos Recomenda-bles para El Joven Escritor Argentino Políticamente Correcto y Funcional a la Tradición. En todo caso Fresán entiende la tradición en un sentido distinto a la estrecha que predica, y además practica, el establishment local. Lo suyo es más bien la tradición a la manera del citado ensayo, donde Borges sostenía que nuestro campo de juego debía ser “toda la cultura occidental” (ahí se quedó corto, en estos tiempos también abrimos ventanas a otras culturas) y llamaba a “ensayar todos los temas”. Pero hay otra frase del mismo ensayo por donde pasa, creo, el quid de la cuestión. “Todo lo que hagamos con felicidad los escritores argentinos pertenecerá a la tradición argentina”, dice Borges. (Las cursivas son mías.) Y si hay algo que resulta indudable en Fresán es que hace lo que hace con felicidad. Lo cual, si hay que creerle a Borges, bastaría para colocarlo en el corazón de la tradición argentina, por más que haya tantos que trabajen para mantenerlo en el ostracismo.

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8:42 a. m.

“Todo lo que hagamos con felicidad los escritores argentinos pertenecerá a la tradición argentina”.Hay, me parece, un pequeño problema. Todo el mundo sabe lo que suele expresarse al decir "una frase feliz": se dice de una frase bien construída y que la generalidad aprueba.Escribir con felicidad, podría significar en Borges, escribir frases felices y perdurables, y no escribir con feliz contentamiento siendo en suma un "imbécile heureux" en el sentido peyorativo que los franceses dan a esta expresión y que debe campear en ciertos medios bonaerenses tan afrancesados ellos.
JOTABE P.    



4:12 a. m.

qué placentera me ha resultado la lectura de este elogio, que comparto en lo poco que, lo reconozco, conozco a fresán. recién terminé de leerme "esperanto" y, como creo que dirían en la argentina, me flasheó. y justo después de terminarla, la siguiente: "un lugar llamado oreja de perro". ¿casualidad? alguna vez oí decir que no existen...    



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