Kafka revisado
¿Era Kafka Kafkiano? Esa es, al parecer, la pregunta que se ha hecho el ensayista Josef Cermák en su obra, editada por Emecé, Franz Kafka/Ficciones y mistificaciones. Intenta desentrañar ahí si la imagen de infelicidad y vulnerabilidad que se desprende de todos los cuentos sobre la personalidad de Kafka es cierta. Al parecer, no era tan sombrío como parece (aunque eso no quiere decir que sea tan Indiana Jones como en la película de Soderbergh, supongo). Dice la nota en ADN Cultura:
El hombre tuvo sus momentos de alegría, risas, deseos y placer. Con no poca frecuencia practicaba natación, hacía gimnasia, remaba, trabajaba y tomaba sol desnudo en el jardín de su casa: el nudismo como filosofía de vida, al igual que la opción vegetariana en las comidas, era una de sus aficiones; de tanto en tanto, además, frecuentaba las tabernas de Praga, donde bebía y dialogaba con almas perdidas como la suya. Fue quizá para compensar los excesos (que incluían visitas reiteradas a los prostíbulos de la ciudad) que con el tiempo se hizo naturista. En un pie de página de los diarios por él compilados, Max Brod cuenta que Kafka siempre había mostrado interés por la terapia natural: "Siguió todas sus derivaciones: la comida cruda y vegetariana, el nudismo, la gimnasia y la antivacunación". No fue tampoco un hombre pasivo de esos a quienes todo les da lo mismo. Durante su juventud y madurez Kafka se mostró afín al ideario socialista y abogó por la "solidaridad inmediata" con los excluidos. Mantuvo reuniones con los anarquistas checos y hasta redactó un proyecto de sociedad ascética básicamente compuesta por trabajadores pobres. Se lo podría ver como a un intelectual progresista, según la ambigua denominación moderna, un hombre austero, delicado, que deseaba con fervor a las muchachas con las que se cruzaba pero que, al mismo tiempo, concebía el trato con sus cuerpos como algo degradante o, tal como se lo expresó a una de sus amantes circunstanciales, "un castigo por la felicidad de estar juntos".
Eso sí, como es obvio en sus biografías y en sus cartas, Kafka era un enamoradizo. Así lo explica la nota:
Franz Kafka no lo pasó mal en su vida cotidiana. Tuvo casa, comida, buen trabajo e incluso se jubiló con una asignación razonable. Fue además, usando la jerga moderna, un mujeriego incurable. A los 33 años un comentario al pasar revela la intensidad con que se dedicó a las damas: "¡Cuántas complicaciones con muchachas! -escribe en su diario-. ¡Cuántos problemas a pesar de todos mis dolores de cabeza, el insomnio, las canas, la desesperación! Voy a contarlas: desde el verano ya van por lo menos seis. No puedo resistir. No puedo no ceder al deseo de admirar a todas las que son dignas de admiración y amarlas hasta agotar esa admiración" (...) No todo el mundo sabe, sin embargo, que sobre el final de su vida (truncada por la tuberculosis cuando había cumplido poco más de cuarenta años), Kafka logró establecer un vínculo afectivo tan normal como intenso con Dora Diamant, una judía berlinesa de 19 años con quien convivió felizmente y hasta pensó en casarse. Ambos lo habrían hecho, seguramente, si la dolencia física no hubiera ganado la carrera. Dora era una joven polaca que había conocido a Kafka en un centro de vacaciones de la costa báltica llamado Muritz, donde trabajaba como voluntaria atendiendo a niños judíos. Enseguida fueron a vivir juntos a Berlín. Allí las veladas discurrían entre largas discusiones sobre literatura y compartidos ideales políticos: ambos coincidían en defender una ingenua forma de socialismo agrario. Puerto final en la vida de Kafka, Dora aparece cuando la existencia del autor checo ya está cercada por la enfermedad. Con esa mujer (la última antes de la señora muerte), el escritor alcanzó a convivir durante varios meses, algo que hasta el momento no había ocurrido con ninguna otra. La conexión entre ambos iba más allá de lo íntimo ya que, a diferencia de otros amores más inestables, este vínculo abarcaba también lo intelectual. Dora ayudaba a Kafka con sus estudios de hebreo y él le enseñó a considerar la literatura algo sagrado, absoluto, incorruptible, leyéndole una y otra vez sus libros favoritos. Los dos concibieron un plan de mudarse a Tel Aviv; allí abrirían un restorán en el que Dora -que además era actriz- iba a ser la cocinera y Franz, el camarero.
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